Mauricio Carrera
En la misma cuadra donde vivía Yomero, en una casa mitad color azul cielo y la otra rosa tenue, vivía Tiresias, un travesti o transexual que se ganaba la vida en la prostitución y el vaticinio.
En un hotel cercano ejercía su oficio para el desahogo del cuerpo y en su casa recibía a quienes quisieran advertir lo que escondían las sombras del presente y del futuro.
A ratos, se vestía y maquillaba de mujer. Era atractiva y elegante, de paso seguro y cadencioso en sus tacones altos. A ratos, se vestía de hombre. Usaba traje y corbata, o algún atuendo más informal aunque llamativo, de los que cabrían en la categoría de cinturita o padrotón.
Las malas lenguas aseguraban que no era travesti ni transexual, sino que podía cambiar de género a voluntad, tal vez por algún hechizo, alguna anomalía genética o algún designio divino.
Una vez, Yomero le preguntó:
-En la cama, ¿quién siente más? ¿El hombre o la mujer?
-La mujer, claro –respondió con el convencimiento y autoridad de quien conoce ambos lados de la moneda.
Yomero sollozó, sabedor de esa injusticia: el triste y breve orgasmo de los hombres, en comparación al de mayor intensidad, múltiple, de larga duración y más gozoso de las mujeres.
-Hasta en eso son mejores que nosotros –se lamentó Homero, tal vez con el recuerdo vivo de algunos amores candentes e idos o de desamores agrios y eternos.
Odiseo observaba a Tiresias. Lo hacía con curiosidad y también con recelo. Era un niño, no entendía que en el mundo hay más allá de los roles típicos de lo femenino o masculino. Además, en ocasiones, el hombre o mujer Tiresias le salía al paso como muñeco con resorte para hacerle alguna admonición, tan extraña y abrupta como ésta:
-No hay sordo alguno a quien no entienda y oigo muy bien al que no habla.
Entonces, agregaba:
-En ti se da el destino errante, tú eres madera para el barco que navega, el cuero de que están hechas las sandalias para recorrer el polvo de los caminos hollados por el tiempo.
Un lunes, tras regresar de recorrer la línea 4 del metro con sus hojas llenas de poemas, Tiresias, de mujer, le dijo:
-Quien es ciego y tiene ojos que sirven para ver la luna y la hormiga, le entrará la muerte por no mirar al cetáceo que rueda.
Un miércoles por la tarde, ya con Yomero muerto, al ser atropellado por un camión del transporte público, de los llamados Ballenas, se apareció Tiresias frente al hemiciclo a Juárez, en la Alameda, y le escuchó decir:
-Tu madre llora y tu padre llora. El amor es una rueda que, cuando se mueve, se obliga a la tristeza o al contento de la tierra, el agua, el aire, el fuego.
En otra ocasión, vestido no supo si de mujer o de hombre, le dijo:
-Los dioses no existen, pero cuando existen, te favorecen, porque perteneces a una estirpe de hombres astutos, valientes y sin reposo.
Un viernes por la tarde, un par de años adelante en el tiempo, Tiresias se presentó de traje, corbata y barba tupida, anque con tacones y peluca rubia, y le reveló:
-Cuando el podenco de Creta mueva la cola en el tapete verde y muestre su voz a los fantasmas y a los reales, menos a ti, la mujer que te espera, la tejedora, la que arenga a los guerreros, te ofrecerá el porvenir y los recuerdos.
Hablaba así, con sintaxis de loco o claves de iluminado. Odiseo no entendía nada, pero por las dudas tomaba nota mental, como si le sirviera para resolver un enigma o las preguntas de un juego de mesa.
Lo dijo Tiresias en otra de sus apariciones, de minifalda y zapatos deportivos de tacos, con una pierna depilada y la otra con una buena pelambre más parecida a un alambre de púas. Olía a Chanel número 5 o acaso a emanaciones alucinógenas del oráculo de Delfos:
-El destino sólo puede entenderse no cuando sucede, sino cuando ha sucedido