Mauricio Carrera
Hay que ser cangrejos que el mar no pueda arrancar a las rocas –declaraba Yomero.
Tal vez era un mal hombre, según sus mujeres. Acaso un hombre hecho y deshecho, como él mismo se creía. Quizá un vaquetón que se había negado a trabajar en una oficina de las que encorvan la espalda, como aseguraban el gordo Neruda y los demás vecinos. Tal vez un ser abominable, al no llevar a Odiseo a una delegación de policía, para juntarlo con su madre y quitarle la categoría de calle antigua, es decir de niño perdido. Acaso, si no lo hubiera llamado Ulises, Odiseo tendría recuerdos más precisos de por dónde vivía, como para rastrear sus orígenes, cada vez más olvidados. Quizá era increíble que gastara el dinero que no tenía en libros, y ni siquiera para leerlos todos, sólo algunos, la mayoría apilados o arrumbados, en espera de una viuda que los vendiera por kilo.
Tal vez.
Pero Yomero, con sus lecturas dispersas, con su filosofía callejera de la vida antes de acabar en la tumba, le infundió a Odiseo algunas certezas, valentías y ánimos para no dejarse vencer por las incertidumbres, los obstáculos, la flojera.
Decía cosas que sonaban a perorata vaga de borracho, que eran sabiduría cotidiana, hecha de libros y de arrastrar los pies por mercados, aceras, vagones del metro, fondas baratas, esquinas donde se arremolina la gente, es decir la existencia no pedida pero que debe ser a pesar de las sinrazones y el indiferente cosmos.
-¿Qué es la vida eterna sino aceptar el instante que viene y el instante que se va?
Frases así, que iluminaban a Odiseo mientras lavaba coches ajenos en un lugar llamado “La tempestad”.
Frases que decía a mujeres donde resguardar la ternura de las noches, y que lo tomaban por orate, cursi o cursiento:
-Voy a proferir algunas palabras para gloriarme, que a ello me impulsa el perturbador vino, pues hasta al más sensato le hace cantar y reír blandamente, le incita a bailar y le mueve a revelar cosas que más conviene tener calladas.
Cuando Odiseo se vio obligado a vender chicles de calle en calle, recordó a Yomero:
-Al que está necesitado no le conviene ser vergonzoso.
Cuando Odiseo fue mesero en un restaurante de chinos de la calle de Dolores, se sorprendió al repetir lo que Yomero le insistía:
-Es preferible ser mozo entre los vivos que rey entre los muertos.
Cuando Odiseo terminó más solo, tras la muerte de Yomero, atropellado por una ballena del transporte público, lejos de ponerse a llorar por su nueva orfandad, homenajeó a Yomero al decir:
-Vive en el peligro. Construye tu casa cerca de los volcanes. Envía tus naves a mares indómitos e inexorables. Hazte amigo de las putas y los ladrones. Vive con la muerte al lado.
Cuando se le alborotó la hormona y supo de amores, de estar entrepiernados, de caer rendido ante unas muslos y chamorros bien torneados y unos senos para adiestrar las manos en caricias y en placeres, así le parecía escuchar:
-La mujer, encarnación de un mundo casi sagrado, hermoso y terrible, de malevolencia y bondad.
Cuando necesitaba de palabras para continuar en la brega cotidiana, como cuando fue diablero en Jamaica, vendedor de libros en la Lagunilla, experto en preparar micheladas en un barecito de la Romero Rubio, le daba por recordar:
-Bebe de la vida sin inquietarte, que al vino, al lago y al mar poco le importa si tienes sed, ganas de emborracharte, ducharte, nadar o echarte un buche de ron.
O:
-No sufras los inconvenientes de la vida, que todo es secreto y sagrado, que todo es derrota aceptada, que sólo al matrimonio y a la muerte hay que llegar tarde. Vive el presente como si todo se fuera a acabar mañana.
Cuando Yomero murió, algo en él se derrumbó. Volvió a sentir la orfandad, la mano que falta, la ausencia que nunca desaparece del todo, el dolor más allá de los raspones o los pies hartos de un zapato que aprieta.
Claro, como la vida es corta pero a quién le importa, también se reía. Lo hacía por la magnífica ironía, sin lágrimas y reproches, de que Yomero, quien se hacía el ciego y en realidad tenía visión 20/20 de águila que cae, había muerto por no ver. En efecto, no vio esa Ballena del transporte público (ese cetáceo con ruedas –lo había vaticinado exacto el ambidiestro Tiresias) que le pasó encima, atropellándolo.
Tal vez, colegía Odiseo, toda la filosofía del mundo, toda la sapiencia libresca de Yomero, todos los consejos de vida, populachera o con ínfulas intelectuales, se resumían en una frase tierna y de precisa advertencia:
-Al cruzar la calle, voltea siempre a los dos lados.