Mauricio Carrrera
“¡Ah!, cuando vuelvas al mundo y hayas descansado del largo camino”, escribió Dante en la Divina Comedia.
Ese sábado, día de Saturno, planeta que pone orden y límites, tras ocho años de andar perdido, Odiseo encontró el camino de regreso a casa.
La vida es curiosa y nunca deja de sorprender. Todo se centrifuga o se centripeta, todo se pierde o se recupera, todo es sinsentido o posee una razón, una lógica, un por qué, un para qué, un como qué.
Cuando Odiseo fue a pedir trabajo, uno más entre sus multiples hazañas por ganar dinero, se lo dieron de utilero. El bodegas, le llamaron los jugadores. El equipo era los Aqueos y aquella temporada llegarían a disputar el campeonato, categoría intermedia, en un vibrante partido contra los Troyanos de la Álamos.
El trabajo de Odiseo consistía en apuntar lo que salía y entraba a la bodega: fundas, nitros, tablas, riñoneras, hombreras, cascos, barbiquejos, jerseys de entrenamiento o de juego, para cada Aqueo que fuera un guard, un tacle, un linebacker, un ala, un core, un safety, un full o un half, de primero o segundo equipo. También era el encargado de los balones, de cuidar que no se perdieran y de tenerlos bien inflados. Eran diez en total. Los sacaba de un costal y los repartía, cinco para la defensiva y cinco para la ofensiva. Esos, para entrenar. Para los partidos del torneo se contaba con dos balones casi nuevos, que se cuidaban con celo presuntuoso y deportivo.
La primera vez que Odiseo tuvo un balón de futbol americano en sus manos, se desató un tropel de recuerdos que creía olvidados. Regresaron a su mente Anticlea y Laertes, sus padres. Un recuerdo como de otra vida, como algo lejano e incierto. Se conmovió. Fue la primera señal, pero él no lo supo, porque el destino, como aseguraba Tiresias, sólo puede entenderse cuando ha sucedido, no cuando sucede.
Ser utilero de los Aqueos permitió a Odiseo involucrarse más con el futbol americano. Laertes hubiera estado orgulloso de ver a su hijo lanzando y recibiendo pases o jugando tochito, en momentos de esparcimiento, fuera de los horarios de entrenamiento. Era bueno para los pases y mejor para correr.
Acompañó a los Aqueos en cada una de sus victorias. Era confiable y buen trabajador. Además de dar la utilería, la mantenía a punto. Atornillaba bien las barras de los cascos, les cambiaba las galletas y los inflaba a la presión justa.
El sábado, día de la gran final, Odiseo viajó con los jugadores en el mismo camión que los llevó al campo de juego.
-Al chófer no se le para, al chófer no se le para, al chófer no se le para… el camión –cantaban pícaros y juguetones.
-Acelérele chofer, que lo viene persiguiendo el papá de su mujer…
Hubo porras y castigos contra los novatos:
-Esos novatos, que enseñen las nalgotas…
Se les exigía que enseñaran las nalgas desnudas por las ventanas o hacerlos descender del camión sin ropa de la cintura para abajo en plena calzada de Tlalpan, junto a una muy concurrida estación del metro. Había risas, burlas, arengas de supremacía deportiva y mucho nerviosismo.
No era cualquier partido. Se enfrentaban contra los Troyanos, igual de invictos, y para muchos los seguros ganadores de la gran final. Tenían de su lado a Emilio Maldonado, un buen coreback, de pases certeros y muy elusivo a la hora de correr para ganar yardas.
El partido comenzó y fue fiel a su pronóstico de ser aguerrido, una verdadera batalla de trincheras. Las porras se sucedían de uno y otro lado de la tribuna. Las porristas de los Troyanos eran muy guapas y con la falda más corta. Odiseo fijó su vista en una de ellas. Bonita, esbelta, llena de ánimo, estaba apartada de sus compañeras. La razón: llevaba un perro atado a una correa. El perro era bravo y gruñía y ladraba a quien se acercara. Esa fue la segunda señal, si tan sólo hubiera recordado a Tiresias con aquello de “la mujer que te espera, la tejedora, la que arenga a los guerreros, te ofrecerá el porvenir y los recuerdos”.
Llegó el medio tiempo y el partido estaba empatado a catorce puntos.
Odiseo, no supo bien a bien por qué, cruzó el campo de juego para ver a la porrista más de cerca. El perro, al percatarse de su presencia, empezó a mostrar los colmillos y a ponerse en posición de ataque. Penélope volteó.
-Quieto –le dijo.
El perro no hizo caso. Levantó la cabeza y las orejas. Parecía más alborotado que de costumbre. Sujeto a la correa, la mordisqueó para intentar zafarse. Gruñía y de cuando en cuando ladraba en dirección de Odiseo.
-Quieto, Argos…
Odiseo creyó no escuchar bien. Por eso preguntó, realmente interesado:
-¿Argos?
Se le hizo una sonrisa alejada de los sinsabores y el frío.
Se acercó al perro pese a las advertencias de Penélope.
-No lo hagas, te va a morder.
No lo hizo. Se cumplió el vaticinio de Tiresias: “cuando el podenco de Creta mueva la cola en el tapete verde y muestre su voz a los fantasmas y a los reales, menos a ti”. En efecto, Argos dejó de ladrar y de gruñir. Bajó la cabeza y las orejas; además, se dejó acariciar. Envaró la cola y luego la relajó para no dejar de moverla, alegre y contento.
Penélope estaba sorprendida. Tartamudeaba, en verdad asombrada.
-Nunca había hecho eso con nadie…
-Solo conmigo –dijo él.
A Penélope le cayó el veinte:
-¿Odiseo? –preguntó.
-¿Penélope?
Fue un momento de esos, como diría Yomero, “en que el ser humano se hace eterno”.
Argos retozaba de contento junto a ellos mientras se daban un abrazo que era como si el caos y el abismo no formaran parte del mundo.