Mauricio Carrera
Se escucharon toquidos en la puerta.
-¿Quién? –preguntó la mamá de Penélope.
Nadie contestó, acaso sólo un tierno gruñido.
Decidió no atravesar el patio y abrir el zaguán, los ladrones hacían su agosto y no vaya a ser la de malas que quisieran malhorearla. Estaba sola con su hija y además ocupada en preparar la comida, un rico mole de olla que les encantaba. Olía delicioso, a guiso hogareño.
Volvió a escuchar los toquidos, muy leves, casi como desganados. Preguntó de nuevo de quién se trataba.
-Anticlea –le pareció escuchar.
Repitió el nombre a la manera de una pregunta, para estar segura:
-¿Anticlea?
-Sí, Anticlea, la mamá de Odiseo –al decir su nombre pareció quebrársele la voz.
Peribea –recordemos que así se llama la mamá de Penélope- abrió y la encontró irreconocible. Aguantó una expresión viva y evidente de sorpresa, como si quisiera salírsele sin querer un ave maría o un buen susto atrancado en el pecho. Anticlea, flaca y consumida, parecía recién escapada de un asilo donde la hubieran tenido a régimen de hambre y vejaciones. Se veía incluso más pequeña de estatura, como si algo la aplastara, como si cargara el mundo entero sobre sus hombros. Sus cabellos, despeinados y encanecidos. Llevaba en una mano, desfalleciente, como si se tratara de una dádiva que le pesara, el balón de futbol americano; en la otra, amarrado a un cordón rojo, a Argos. El perro gruñó a Peribea. También estaba flaco, casi en los huesos.
-Pasa –la invitó a cruzar el umbral del zaguán.
Anticlea y Argos daba la impresión de haber emprendido un largo viaje lleno de fatigas y sinsabores. El perro, con todo y estar casi a punto de la inanición, de estar débil y como sedado, no dejaba de gruñir. Desconfiaba de Peribea o le tenía miedo.
-¡Penélope! –gritó.
La niña acudió al llamado.
Argos, como presa de un poderoso encanto, dejó de gruñir apenas la vio. Pareció alegrarse y se acercó a ella con la cola hecha una juguetona serpentina.
-Perrito bonito –Penélope se hincó y empezó a acariciarlo-. ¿Qué no te dan de comer? –preguntó sin maldad, tan solo preocupada y curiosa.
-¡Niña! –la reprendió su mamá.
-Es que está todo flaquito…
Peribea se alzó de hombros, como si algo en el mundo no tuviera remedio.
-Ya mero está la comida. Quédate y come con nosotros… -invitó a Anticlea.
-No puedo -rehusó la invitación.
Su aspecto era el de un fantasma, el de una casa vieja a punto de derrumbarse.
Pidió, con la clemencia de una última voluntad:
-Por favor, quédense con Argos. Estará mejor con ustedes…
Estuvo a punto de llorar cuando añadió:
-A Odiseo le hubiera gustado.
No dijo más. No se despidió. Dejó el balón de futbol americano en el piso, junto a Argos y Penélope. Se fue a sufrir sola la culpa enorme por el hijo perdido. Ella misma abrió la puerta del zaguán y la cerró al salir.