De memoria
Carlos Ferreyra
Como un acabadísimo ejercicio de ocio, me puse a recordar cual fue el primer cumpleaños que recuerdo. No fue complicado, en mi cabecita ronda el recuerdo, luego reforzado por la aparición de una añeja instantánea.
Quizá, como dicen un Mi Pueblo, fue al revés volteado. Pero lo menciono como lo he tenido toda mi vida en la mente.
Colgado de un calzón de lona atado a las ramas bajas de un árbol, miro al frente el terregoso terreno delimitado por la consabida nada de podrá de los corrales para contener al ganado vacuno.
Edad: seis meses. Imposible, dice la ciencia, tal recuerdo.
No importa, es el primero, para mí valedero y con eso basta.
Voy a mi más reciente cumpleaños, ayer el primero con enorme biberón compartido con los becerros.
Esta parte se la atribuyo a doña Elena. Mi madre, que acusaba a mi nana, Angelina, de beberse mi leche y darme caldo de frijol.
Quizá por eso me vuelvo loco por un tazón de caldo de frijol con tortillas sopeadas, Chilito Serrano muy picado, cilantro y cebollita.
Sueño, tal delicia desapareció del planeta Tierra hace mucho.
Bueno, soñar no Cuesta nada. Fui a festejar mis 85 años de sustracción de oxígeno a los jóvenes. Un día seguramente de por qué se celebra un año más de vida.
Según yo se trata de un año menos y eso no parece motivo de alegra.
Quizá para quienes se ven forzados a soportar caprichos e intemperancia de cerebros semianquilosados no únicamente por la vida transcurrida, sino seguramente por un ejercicio mental ineficiente, necio, que termina invariablemente en berrinchitos infantiles.
Pero no quiero hablar de desastres palatinos ni de política.
Nosotros, con mi tema:
Para un festejo muy particular, se reunieron los habitantes de la Sierra Norte de Puebla. Herederos de una cultura eminentemente carroñera, con ingestión de animales muertos en distintas preparaciones, decidí que nos reuniésemos en Loma Linda, un acreditado comedero a media altura del ascenso a las Lomas.
Acerté, los vi muy contentos, creo que ni siquiera hubo necesidad de lavar platos pero bueno, cuando se trata de mí, la puerca siempre tuerce el rabo.
Fui con la esperanza de devorar medallones (diferentes a los del general Chencho, que le adornan todo el frontispicio).
Se trata de discretos trozos de carne fresca que cada comensal prepara a su gusto.
En los diez años que laboré para el Senado, en el centro, los consumía según me adiestraron los meseros de La Tablita.
En un plato colocan los trozos de carne fresca.
Si los quiere al jerez, le adjuntan el plato donde se les puede marinar, van a la parrilla que está al centro y donde se cuecen chiles serranos y cebolla fileteada, y tras breve cocción.
Siguen otros al Limón y termina con los preparados a la mostaza.
¡Ah! Alguien quiso evitar la molestia de la parrilla y ordenó: tráiganselos emplatados.
Me enteré cuando me pusieron enfrente los cachos de carne aplanados, ya cocidos fríos y sin sabor.
Aunque era mi fiesta no quise amargarles la comida a mis nietos, novias, padres.
Pensé: ¿estos idiotas sirven la comida ensabanada, entoallada, encobijada?
De hecho estoy seguro que todo va emplazado.
No comprendo el desconcierto, pero lo que sí entiendo es lo siguiente:
Un platillo tradicional, a la simple indicación de alguien, no del consumidor, puede servirse sin responsabilidad alguna.
Creo que no acostumbran servir platos fríos y preparados al gusto del Can en cuya jeta terminará la orden.
Eso sí, no vuelvo a Loma Linda y si lo hago me prepararé mi comida.
Una vergûenza…