CUENTO
¿Ella? Gorda. ¿Ella? Gruesita. Amigas desde la secundaria. Inseparables desde entonces. Muchachas que unos años más tarde descubrirían el placer prohibido de darse goce entre ambas. ¿Ella? Un poco desfavorecida; proveniente de una familia pobre. ¿Ella? Un poco más acomodada.
Sería esta última la que después proveería el vehículo para poder ir a donde nadie las pudiese ver. Escapándose de la ciudad, las amigas encontrarían su nido prohibido en las colinas de la ciudad. Y desde este instante las dos harían el pacto de vivir juntas hasta la muerte.
Lubian se llamaba la pobre. Y Cetrina la acomodada. Ambas tenían la misma edad: veintitrés años. Las dos vivían en la misma ciudad, una ciudad en la que sus habitantes siempre habían visto con ojos réprobos cualquier clase de “desviación de la conducta”.
Conocedoras de esta realidad, las dos muchachas sabían que debían ser muy precavidas cuando de andar entre la gente se tratase. De ninguna manera podían dejar mostrar cualquier señal de lo que hacían en la clandestinidad.
“¿Alguna vez crees que vayamos a poder mostrarle al mundo que nos amamos?”, preguntó un día Lubian a su amiga. Acostadas sobre la hierba verde de aquella colina, las dos muchachas permanecían desnudas. Cetrina, apoyando su rostro en la palma de su mano, la miró y entonces le respondió: “No lo sé. Pero eso ¡qué importa!”
“Es que a veces siento que me gustaría gritárselo a los cuatro vientos”. Poniendo una cara de susto y repulsión al mismo tiempo, Cetrina quiso decirle así a su amiga: “¿Acaso te has vuelta loca, o qué?” La otra, dándose cuenta de su reacción, levantó la parte media de su cuerpo. Mirando entonces a su amante y amiga, con ojos tristes, permaneció sin decir palabra.
“Lubian”, dijo Cetrina. “¿Por qué a veces te da por ser muy susceptible?” “Antes no eras así”. “Pero, últimamente he notado que te has vuelto muy sensible”. Sin saber qué responderle, Lubian miró hacia lo lejos, varios segundos. Después, bajando la mirada, intentó buscar en su mente una respuesta a aquella pregunta.
¿Acaso ella lo sabía? ¿Acaso podía intuirlo siquiera? “No lo sé”, dijo después de un rato. “Pero algo me dice que…” Al hacer una pausa, se llevó un dedo a su cabeza. Entonces se empezó a rascar. Era como si quisiera despejarse aquellas sensaciones mentales que últimamente no habían dejado de acecharla.
Ese día, al descender de la colina, las amigas, antes de despedirse, acordaron que no se volverían a ver sino hasta dentro de un mes. Era fin de curso, así que ambas tenían que estudiar para los exámenes finales de lo que venía siendo el último año en sus carreras profesiones.
Luego de darle un beso en la mejilla a su amante y amiga, Cetrina subió a su coche y entonces desapareció. La otra, con pasos lentos y dudosos fue caminando hasta donde se situaba su humilde casa. Su cuerpo gordo se tambaleaba a cada paso que daba. Lubian, por más que se esforzaba, no lograba apartar de sí todo aquel mal presentimiento…
“Te lo dije, ¡TE LO DIJE!”, se repitió mentalmente Lubian. Apenas poner un pie dentro de su casa, el antiguo novio de su amiga se apareció ante ella. “A ti te estaba esperando, engendro de la sociedad”, dijo éste. “Por tu culpa Cetrina me dejó”. Sacando un cuchillo de entre su pantalón, intentó clavárselo a la muchacha.
Entonces ambos empezaron a forcejear. El hombre, que no superaba a Lubian en masa corporal, se vio en serios aprietos.
Nunca imaginó que sería él mismo quien esta vez terminaría muerto. A Lubian no le había quedado más remedio sino que la autodefensa. En una de esas, cuando el agresor soltó el cuchillo, la gorda aprovechó la ocasión. Defendiéndose con todas sus fuerzas, golpeó fuertemente sobre el estómago de aquel. Tambaleándose un poco, el hombre buscó la pared para apoyarse. Y, cuando quiso reaccionar para nuevamente ir contra Lubian, ésta, que ya había recogido el cuchillo, de manera muy rápida, se acercó hacia él, y entonces le enterró el cuchillo, muy cerca de su pene. “Toma, ¡maldito!”, exclamó Lubian, mientras remataba por tercera vez con aquel objeto puntiagudo.
“¡Maldita lesbiana!”, logró gritar el hombre. Lubian, viendo que aún seguía vivo, decidió entonces atacarlo en otro punto. Sin limpiarle la sangre al arma, levantó el brazo para ganar impulso, y entonces se lo clavó al hombre, justamente sobre su corazón. Y así fue como él finalmente pudo morirse de una vez.
Respirando y jadeando mucho, Lubian pensó que debía llamar a Cetrina para contárselo, pero luego enseguida recordó que precisamente ayer se le había descompuesto su teléfono. Mirando al muerto, ella se preguntó: ¿Entonces qué puedo hacer con él?
Instantes después, mientras ella se lavaba las manos ensangrentadas dentro de una palangana de plástico, mientras restregaba con una esponja, jabón y detergente, se le ocurrió una idea que parecía no ser tan mala. Corriendo entonces hacia la tienda más cercana, compró varias bolsas grandes y negras para basura.
Al regreso, corrió hacia donde su padre difunto solía guardar su hacha. “Menos mal que todavía sigue aquí”, pensó con alivio la gorda. Acto seguido, lo agarró con una mano y entonces regresó a donde la aguardaba su faena. “Uno, dos; ¡tres!”, contó Lubian antes de impactar el hacha sobre el brazo del muerto. “Uno, dos; tres…”
Ella repitió su conteo, hasta que ya no fue necesario hacer más movimientos con el hacha. El cuerpo había quedado destajado de la mejor manera posible. Nerviosa y algo temerosa por lo que se encontraba haciendo, la gorda fue metiendo los pedazos del cuerpo dentro de aquella bolsas que minutos antes había ido a comprar.
Después, cuando terminó con todo esto, una por una las fue acarreando hasta la entrada de su casa. Las bolsas sumaban unas diez en total. “Son muchas”, observó Lubian. “No creo que nadie me quiera llevar”. Corriendo hasta el otro extremo de la calle, donde pasaban los moto taxis, se puso a esperar a viniera uno vacío.
Y cuando esto finalmente sucedió, sin decirle nada a la persona, le dijo que condujera hasta su casa. Lubian habló; sólo cuando el taxi llegó hasta la puerta, fue que ella preguntó, con voz tímida: “¿Será que me pueda llevar toda esta basura?” Mirando todas las bolsas, el taxista le respondió: “De poder si puedo, pero tendré que cobrarle un poquito más”…
Sin emitir ninguna queja al respecto, Lubian dijo que eso le parecía muy correcto… Media hora más tarde el moto taxi descendía aquel cerro, el mismo donde ella y su amiga siempre habían hecho gala de sus pasiones prohibidas. Con mucha gasolina, que había pasado a comprar en la gasolinera de aquel lugar, la gorda supo que no regresaría a su casa sino hasta muy entrada la noche. Quemar el cuerpo entero del homofóbico le llevaría varias horas de su lésbico tiempo.
FIN.
Anthony Smart
Noviembre/28/2019