Luis Farías Mackey
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Azuela lo describió magistralmente en “Los de abajo” alrededor de una fogata alguien le alega a Demetrio ser un “verdadero correligionario”.
“—Corre… qué?, inquirió Demetrio, tendiendo una oreja.
“—Correligionarios, mi jefe… es decir, que persigo los mismos ideales y defiendo la misma causa que ustedes defienden.
“Demetrio sonrió.
“—¿Pos cuál causa defendemos nosotros?”
Demetrio andaba en la “bola”, muy alejado de las discusiones que ponen a la vida al servicio de una verdad o un error; de aquellos que se adentran en el laberinto, no para seguir el hilo de Ariadna, sino para perderse en la pesadilla del Minotauro.
La “bola” de Demetrio y la “causa” del “corre… qué” eran una y la misma cosa. Una manera de nombrar un gerundio: forma no personal de verbo que describe una acción, no una causa ni destino.
Cuando mentan la “Transformación” pienso es un concepto gerundio que habla de un “movimiento” que, a la vez, se entiende como su sinónimo.
La Transformación es en sí un cosmos en donde todo y nada caben. Es un concepto inasible cuando va en solitario.
Y es precisamente su liquidez —la propiedad de adaptarse a cualquier forma que lo contenga, como el agua a la botella, al vaso o al río— que se acomoda a todo sin ser ni decir nada.
No es que el vocablo transformación sea en sí entrópico, soló que sin acompañamiento se queda sólo en el —“ndo”— del gerundio. En un accionar circular que es a un tiempo fin, medio y nada.
Decía Octavio Paz que para “el observador político que hoy alce los ojos hacia el ‘cielo ideológico’ de México, encontrará un desierto semejante al contemplado por Nerval: eclipse de ideas, fuga de la imaginación política. Pero no ha sido la crítica sino la ausencia de crítica y, sobre todo, de autocrítica, la que ha transformado nuestra vida política en un páramo. Un yermo pedregoso, cubierto por una vegetación chaparra y espinosa que oculta toda suerte de insectos, bichos y víboras”. Paz describía el México de sus años —el del priísmo en ocaso—, hoy, posiblemente hablaría de un yermo telúrico, ensangrentado y fratricida.
Regreso a la figura del laberinto. La Transformación como destino en sí vagar eternamente entre sus paredes, sin ningún otro propósito que una narrativa de pasos perdidos.