Luis Farías Mackey
No voy a caer en la celada presidencial de las corcholatas envilecidas, ni en las vergüenzas de la mayoría de las oposiciones, alianzas, frentes y desvaríos precandidatos que pueblan nuestra miseria democrática y locura política. ¡Ya solo falta que Lord Molécula se destape!
Pero sí voy a hablar, en lugar de personas, de perfiles. Tratemos de perfilar las categorías que debiera llenar quien aspire a gobernar este país después de la nueva edad media lopezobradorista.
Para mi quien aspire a gobernar lo ingobernable del postlopezobradoriato deberá garantizar tres compromisos: compromiso con la verdad; compromiso con la legalidad y compromiso con la institucionalidad.
Compromiso con la verdad, porque quien se miente a sí mismo se niega al mundo queriendo engañarlo y solo logrando aislarse de él. Bien podrá trastornarlo, pero jamás mejorarlo y nunca podrá tocar su corazón ni lo hará vibrar en armonía; todo su contacto es de dolor y de muerte.
La política es propia de la pluralidad y ésta requiere de la palabra para entenderse y de la voluntad para lograr una unidad de acción efectiva de los múltiples y opuestos. La palabra, lo sabemos hoy mejor que nunca antes, puede orientar o extraviar, concitar o dispersar, armonizar o polarizar, hacer razón o sembrar locura. La palabra puede hacer vivir o matar. De allí que la palabra del gobernante esté obligada a la Parreshía: el compromiso con la verdad. Quien hace del gobierno mentira no guía, desvía; no suma, resta; no construye, destruye; no ilumina ni eleva, obscurece y entierra. La palabra del gobernante debe ser palabra de verdad, por más dura y cruda que sea, porque su tarea no es distraer, divertir, engañar, ocultar o ser popular, sino de ser efectivo, y solo se puede ser efectivo actuando sobre la realidad, no desde el delirio. Quien miente, se engaña primero a sí y al mentirse trastoca su brújula y su tiempo, y camina fuera de lo real bajo la luz y norte de su mentira.
Compromiso con la legalidad, porque siendo su hacer delegado por la sociedad para cumplir una función pública, ésta no puede ejercerse como si fuese una libertad individual, sino, como lo es, una obligación política que, por el poder del que está investida, debe ser contenida, regulada y, en su caso, sancionada por la ley. Por eso el Estado moderno solo puede ser de Derecho y estar sometido y normado por la ley. El gobernante no tiene por qué ser popular, ni entretenido, ni chistocito, pero sí legítimo por origen y legal en su desempeño. Un gobierno de espaldas a la ley, no gobierna, miente, somete, extravía y explota.
Finalmente, el compromiso con la institucionalidad, porque no se gobierna en la soledad ni desde el antojo; todo gobierno exige orden, organización, procedimientos, publicidad, resultados y rendición de cuentas. Quien destruye instituciones no gobierna, es gobernado por sus fantasmas y debilidades, por sus ocurrencias y humores. Dicen que el poder corrompe, pero el aserto deja fuera la posibilidad de que el gobernante corrompa al poder mismo. López Obrador no es un hombre de instituciones, baste ver lo que hizo del PRD, con la Ciudad de México; lo que le hace al PRI, al Congreso, a la Corte, a los órganos autónomos, a su gabinete, a la federación y a la presidencia misma. A diferencia de Midas, todo lo que toca se desmorona en nada. Quien le suceda, del signo que sea, si quiere verdaderamente gobernar tendrá que diseñar y dar vida a nuevas y fortalecidas instituciones, a riesgo de quedar sometido al capricho y autoritarismo del liderazgo carismático, delirante y mesiánico.
Quien lo dude que voltee a ver a Morena y a sus tristemente célebres y regenteadas corcholatas.