Diario de un Reportero
Ramsés Ancira
No recuerdo la fuente, pero sí que era confiable, Eduardo Valle llegó a la oficina del entonces Procurador General de la República, Jorge Carpizo Mc Gregor, una tarde a mediados del año 1993, y le entregó una carpeta con fotografías de cuerpos de lo que ya para entonces se conocía como “Las Muertas de Juárez”.
Quien también fue primer comisionado nacional de los derechos humanos en México, le ordenó tajante. “Destrúyala”.
Nueve años después el libro de Sergio González Rodríguez Huesos en el Desierto fue una de las primeras obras de no ficción que se acercaron al tema. Por mi parte, a finales del siglo pasado, con los recursos limitados del tiempo y dinero que le dan a un reportaje de televisión, por mucho que se presumiera como documental, viajé con un equipo de CNI Canal 40 a Ciudad Juárez. Sería difícil resumir en un espacio como este el programa de una hora que realicé entonces.
Lo primero que recuerdo, (ya que el “especial” se perdió tras el despojo del piso del World Trade Center, donde se guardaban los videos Betacam) es a una sociedad polarizada.
En Chihuahua decían, los sectores más conservadores, que a las mujeres las mataban por andar saliendo a bailar por la noche. Por esos días, encontraron el cuerpo de una “señorita de sociedad” hija de una familia de tradición panista y a la que se consideraba “muy bien portada”. El cadáver presentaba un pezón arrancado de una mordida.
También me parece relevante la entrevista que le hice dentro de la cárcel a un hombre al que apodaban “El Cocinero”. Un gigantón cuyos genitales no podía disimular el pantalón de mezclilla que vestía el día en que logramos acceder con cámaras a la prisión. Creo que le llevaron encadenado. Este señor, de ascendencia árabe, egipcio para más señas, me miró a los ojos, extendió las manos esposadas y me dijo “me acusan porque soy grande (de estatura) pero yo estoy aquí hace mucho tiempo y los crímenes siguen ocurriendo”. Se veía perfectamente sano, pero años después murió en prisión.
Al recorrer las calles de Juárez se me hizo notorio que no había suficiente transporte público, al menos no en la última década del siglo XX. Mucha gente tenía automóvil propio, pero no era el caso de las trabajadoras de las maquiladoras, quienes pasaban mucho tiempo esperando un camión. Se culpó a choferes del transporte público, pero después de encarcelarlos, brutales asesinatos continuaron ocurriendo. Muchas maquiladoras les ofrecieron a sus trabajadoras servicio de transporte, que hacía paradas a cuatro o cinco calles de su casa. Trayecto suficiente para que las secuestraran, violaran y mataran.
El teatro y el cine también se ocuparon del asunto: Los Cuerpos Perdidos, de José Manuel Mora; Hotel Juárez, de Víctor Hugo Rascón Banda; Mujeres de Arena, de Humberto Robles, “Lomas de Poleo” de Pilo Galindo.
Más recientemente Guadalupe Lizárraga hizo un estupendo trabajo de investigación con el libro Desaparecidas de la morgue, 2017. De su narración puede desprenderse que no se trata de un asunto concluido y que autoridades tanto de México como de Estados Unidos están ocupadas en ocultar la información completa.
¿Qué puede ser tan horrible como para que el propio Jorge Carpizo, (con todo el poder que le daba pertenecer al grupo de solteros postgraduados en derecho, a los que tanto se impulsó en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la presidencia de la República, durante la administración de Carlos Salinas de Gortari) haya pedido enterrar el asunto?
Las teorías más aventuradas, y descartadas, señalaban que el sacrificio de mujeres se realizaba con el propósito de realizar películas, de un género llamado “Snuff” que incluyen tormentos sexuales mortales. Era cierto, pero no era todo.
Mujeres, desde la niñez hasta la senilidad, según se ha podido saber, aunque no publicar hasta ahora, eran objetos de ritos satánicos financiados por los juniors de narcotraficantes, y probablemente grandes industriales mexicanos. Así lo comprueba el estado de los cuerpos y el desmembramiento de huesos, no solo para esconderlos, sino para evitar que las pruebas forenses desentrañaran la crueldad patológica con la que actuaron los asesinos.
Las tres patas del Acuerdo de liberación de falsos culpables de López Obrador
Las líneas que anteceden, son para fundamentar la siguiente aseveración: el cumplimiento de la ley es demasiado importante para dejarlo en manos de la Justicia oficial. Un porcentaje incalculable de los ministerios públicos, jueces y magistrados han sido sobornados, o amenazados para sentenciar sin pruebas sólidas a docenas de personas.
En otros casos los errores han llegado al nivel del ahora presidente de la Suprema Corte Arturo Zaldívar. Él es responsable de confirmar la sentencia contra el capitán Vladimir Ilich Malagón, quien dice, y le creemos, que mató en defensa propia, cuando lo quiso secuestrar otro capitán, comisionado por el ex secretario del trabajo Javier Lozano Alarcón, para que permitiera el acceso a otros militares, ya corrompidos, a las oficinas de inteligencia militar de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Ya en los años cincuenta había un programa de televisión, Perry Mason, sobre un abogado penalista que se auxiliaba de peritos y detectives para resolver los casos de culpables fabricados.
Setenta años después, en México, los jueces siguen dependiendo de peritos privados para sustanciar sus condenas, en algunos casos, muy pocos, si el acusado tiene los medios, puede contratar a su propio perito. Al haber discordancia se pide nombrar a un tercero que proporciona la Fiscalía General de la República o las fiscalías estatales.
¿Pero sabe usted que pasa en estos casos? El tercer perito se declara incapaz de resolver, a veces porque los documentos originales se extraviaron, se los robaron de los juzgados y solo cuentan con una copia fotostática. Esto solo es un ejemplo. ¿Y luego que ocurre? Pues que el juez o jueza, vendidos al mejor postor, desestiman lo que argumenta el perito, tercero en discordia. Así sentencian, sin importar que el protocolo de Estambul haya resultado positivo y se demuestre que el falso culpable fue bestialmente torturado. No importa que solo exista la acusación de una sicópata patrocinada por organizaciones de extrema derecha y ninguna otra prueba material. Es el caso, y usted seguramente lo conoce, de todos y cada uno de los sentenciados por el crimen que nunca ocurrió de Hugo Alberto Miranda Torres, León Miranda y Wallace Miranda, que es como constan consecutivamente los apellidos en las sucesivas actas de nacimiento que le tramitó su madre.
El Comité que se formará a partir del acuerdo firmado por el presidente López Obrador, descansa en tres patas: la hoy renovada Secretaría de Gobernación, la Secretaría de Seguridad Pública que encabeza la periodista titulada, licenciada Rosa Icela Rodríguez y la Defensoría Pública Federal que encabeza el usurpador de funciones Netzaí Sandoval, quien no tiene especialidad como penalista, pero llegó bien recomendado.
Le cuento, para que dimensione la calidad moral de este integrante del clan Sandoval, claro ejemplo de persistencia del nepotismo en la pretendida Cuarta Transformación. Este judas, está dedicando ahora todo su empeño a promover amparos contra el gobierno federal para que se vacune contra el COVID a menores de edad, pese a que la Organización Mundial de Salud y la Secretaría de Salud, lo desaconsejan.
Si a usted le recuerda a Marcial Maciel, y su gusto por los efebos, ¿quién soy yo para contradecir sus deducciones?
Pero lo trágico es que es la Defensoría la responsable de que se practiquen los protocolos de Estambul; de impugnar el incumplimiento de la norma que evita liberar a personas que llevan más de una década sin ser sentenciados o sin pruebas materiales. Aquí cerca, apenas hace unos días se celebraron las audiencias de Brenda Quevedo y Claudia Ivonne Sánchez, a quienes dejaron legalmente tiradas en sus juicios, en el primero porque la abogada defensora decidió Súbitamente irse de vacaciones y en otro porque el licenciado “estaba muy ocupado”. En este caso si se mandó sustituta… quien prácticamente llorando declaró que no estaba preparada para atender una audiencia oral.
Así que si de verdad el presidente Lopez Obrador quiere que el Acuerdo se traduzca en justicia o en Decreto que permita la liberación de personas privadas de su libertad por el método de fabricación de culpables, debe ordenar que se abran los trabajos de los periodistas de investigación, como lo fue muchas décadas la ahora funcionaria Rosa Icela Rodríguez. Eso, o será, otra vez, puro “atole con el dedo”.