Juan Luis Parra
Lo que alguna vez fue un oficio riguroso, incómodo y necesario, hoy es apenas un disfraz. El título de “periodista” se reparte con la ligereza con la que se imprime una biografía de Twitter. Cualquiera que publique un video, repita un boletín o grite una consigna en redes ya se autonombra “analista político”.
¿Formación? Irrelevante. ¿Rigor? Innecesario. ¿Objetividad? Obsoleta.
Lo único importante es parecer creíble, aunque el contenido sea un refrito de propaganda oficial para reforzar narrativas.
Pero no nos engañemos. Los “nuevos periodistas” funcionales al régimen son apenas el síntoma más visible. El problema de fondo es que los medios consolidados, los que se llenan la boca hablando de “periodismo”, están igual de arrodillados. O peor: disimulan. Se cuelgan la etiqueta de “críticos” por lanzar una observación tibia cada tres meses, mientras en su día a día operan como oficinas alternas de comunicación social.
¿De qué sirve tener un medio con redacción, corresponsales, editor y línea directa con Palacio Nacional si al final del día el 80 % de su contenido es un boletín con comillas de presidencia?
El elefante en la sala es económico…
Mantener un medio tradicional cuesta. Y mucho. Plantillas enormes, transmisiones, renta, equipo, logística. En un país donde el lector no paga, el anunciante privado es escaso y la suscripción es utopía, ¿quién queda para pagar la cuenta? Exacto: el gobierno. Y quien paga, manda.
Antes, el dinero público fluía casi por inercia. Hoy es premio a la obediencia. La pauta no es un subsidio, es un contrato de lealtad. El medio que no se alinea, no cobra. ¿Resultado? Autocensura.
Crítica domesticada.
Silencios convenientes.
La audiencia lo nota, y se va. Porque nadie quiere pagar por consumir propaganda.
La caída es medible.
En 2017, el 49 % de los mexicanos confiaba en las noticias. Hoy, apenas el 35 %. La prensa escrita pasó de ser fuente semanal para la mitad del país… a ser irrelevante para más del 80 %. Y mientras los canales oficiales repiten la agenda del poder, la conversación real se mudó a lo que hoy representa mejor a aquel periodismo: redes, podcasts, creadores independientes.
¿Y los grandes medios? Se quedaron transmitiendo la inauguración de alguna pequeña obra o festejando que taparon un bache.
Lo más irónico es que todavía se visten de mártires, pues la queja generalizada es que “la gente ya no lee”. La gente ya no los lee por chayoteros.
El modelo está roto. Mientras el cliente siga siendo el gobierno, la audiencia será siempre secundaria. El periodismo pierde sentido cuando su principal función ya no es informar al pueblo, sino agradar. El medio se convierte en extensión del aparato oficial. No incomoda, no investiga, no cuestiona. Solo repite.
Y en ese hueco, esa grieta entre el poder y la verdad, caben los nuevos proyectos. Pequeños, sí. Mal iluminados y hablados, tal vez. Pero con una ventaja: credibilidad.
Hoy, el público prefiere escuchar a una persona en su cuarto, hablando con franqueza, que ver a un presentador de traje leyendo lo que le dictó el gobierno. Porque ya entendieron algo básico: el que tiene cámara profesional y estudio grande no necesariamente informa mejor. Solo tiene gastos más altos y para eso es necesario un patrocinador más alto.
Mientras no se recupere el periodismo de antaño en los medios tradicionales, la gente seguirá consumiendo Twitter y TikTok.





