Luis Farías Mackey
Los romanos enfrentaron autoritas con potestas: la autoridad como mando reconocido, válido y creído; la potestas como fuerza, dominio, sumisión.
Pero no nos confundamos, donde hay autoridad hay poder. Diría Arendt: “ni siquiera se plantea la pregunta”, pero donde hay poder no necesariamente hay autoridad.
De hecho, el problema del poder, otra vez es Arendt, se plantea “por primera vez cuando no hay autoridad”: Ése que puede, pero no está autorizado, ni es reconocido, ni creído.
El origen de esta confusión en tiempos modernos fue la subjetivización del poder, olvidamos que el poder no es un fenómeno de voluntad: el poder se produce donde varios accionan conjuntamente en concierto y en concreto. Es esta pluralidad lo que evita lo destructivo del poder: su monopolización por uno o unos.
Pero la subjetivitización del poder, su imputación a un sujeto substituyó la idea de autoridad, y, siendo ésta ya en el sujeto y del sujeto, lo fue el poder por igual. El poder objetivamente dejó de ser el concurso de muchos y entonces inventamos la soberanía, que en sus orígenes quedó depositada en el pueblo, pero que con el tiempo y la arbitrariedad se subsumió en uno y, de paso, se ostentó ilimitada, al menos en casa: nadie como él a lo interior, nadie superior a él afuera.
Frente a ese poder de uno, sin división ni equilibrio, se enfrentó la ley y después la justicia, pero el poder ilimitado desconoce la ley y se solaza en la injusticia. Consecuencia: el desdoro del poder, el aborrecimiento de lo político y el abandono de la comunalidad.
De paso, los humanos dejamos de vivir en la realidad y pasamos a vivir del discurso y de su percepción, la frontera entre verdad y mentira se difuminó, el pensamiento crítico pasó a ser un elefante en medio de las sábanas y nosotros algo, no alguien.
Hoy todo es derrumbe y podredumbre, no hay autoridad, más sí poder, uno de unos que lo único que no quieren es que regrese a su origen plural, activo y concertado, para eso necesitan tenernos todos los días distraídos en fruslerías y escándalos, mientras el mundo se abisma en los infiernos.
Lo nuestro es además el desarraigo en nuestra propia casa, en él no tienen cabida las dimensiones de grandeza ni de profundidad, que en sí se implican: toda grandeza irradia desde lo profundo: “el desarraigo trae consigo la dimensión de la anchura, que en cuanto tal lleva en sí el aplanamiento como superficialidad” (Arendt). Por tanto, también el poder hoy carece de grandeza y profundidad, es tan superficial como plano, carece de ardor, exuda aburrición, perece al instante, es refractario a la memoria, no enraíza. No sólo no es enano, es vulgar.