Luis Farías Mackey
A Denise Dresser
La democracia no es sólo un método, un procedimiento; es antes que nada un mandato. Esto es así, nos dice Sartori “porque el poder de elegir produce también como resultado, a modo de retroalimentación, el que los elegidos tengan en cuenta el poder de sus electores”. Hay, insiste, una especie de retroalimentación para con el electo de las expectativas esperadas por su elector: su mandato.
Y es que en la democracia no hay más relación ni condicionamiento que lo que media entre quien elige y quien es electo: el voto.
Pero hemos metido con calzador un condicionante que rompe y altera esa relación: el principio de paridad. Así, la decisión del que manda y su mandato no es necesariamente lo que triunfa y quien triunfa tampoco forzosamente responde a ellos. El poder de sus electores le resulta entonces ajeno. Peor aún, quien se alza con el triunfo puede no ser el mayoritariamente electo, sino alguien impuesto por sobre el voto ciudadano en función de una paridad de género artificialmente metida en una ecuación donde sólo debieran contar los votos.
El problema, sin embargo, es que, al romper esa relación y mandato, quien resulta ungido puede no haber sido electo y, por ende, tampoco responder, ni tener porqué a su mandante. Toda vez que no llega por él, sino por una cuota justa, pero artificial y ajena. Y, así, tenemos una democracia en donde el voto pasa a un segundo lugar y su mandato al basurero.
¿Podremos algún día entender esto?
PS. — Espero no ser denunciado por violencia política de género por estas líneas.