Luis Farías Mackey
Hace años, en algún litigio electoral, mis interlocutores se llamaron “políticos profesionales”; yo acudía a la reunión como abogado postulante, pero su autocalificativo me incomodó. Mucho antes, habían surgido los “apolíticos”, convertidos luego en “ciudadanizados”, una especie de seres angelicales, metafísicos, más allá del bien y del mal, ajenos a las tentaciones humanas, refractarios al poder, propios de un mesianismo democrático que se vendió entonces como cualquier patraña mañanera de hoy en día.
En ambos casos algo me incomodaba: el abuso, apropiación y prostitución de “lo político”. Ambas posturas estaban en el corazón de la crisis de la política, de los políticos y de los partidos que nos tiene donde hoy estamos. Crisis en gran parte provocada por quienes se ostentan como políticos, profesionales o aficionados, en la escala de los primeros citados, pero, también —y en proporción significativa—, de quienes estructuraron una crítica sistémica contra “lo político” con fines particulares, interesados, excluyentes y acotados.
Me explico. Por supuesto que se estudia la ciencia política y se profesionaliza como empleo, facultad u oficio de alguien que ejerce a cambio de una retribución. Pero sé es licenciado, es decir, se cuenta con una licencia, para ejercer la ciencia política, no la política en sí. La política no es una ciencia, menos un arte, aunque tenga mucho de virtuosismo. Ya veremos qué es. Decir que sé es político profesional es como decir que sé es ciudadano profesional, hombre o mujer profesional, que se respira profesionalmente, que sé es un pensante profesional. Porque lo político es consustancial al hombre. Que se trabaje en áreas propias de lo político no hace al profesional más o menos político que cualquier otro ser humano. La más de las veces cuando se dice “vamos a hacer política” se hace grilla, manipulación, apariencia, engaño, maña, negocio.
Los dirigentes de los partidos, sí, trabajan en un área eminentemente política, pero son igual de políticos que sus militantes, simpatizantes y empleados. Un funcionario público puede o no trabajar en áreas políticas, como Gobernación o INE, o en ámbitos técnicos, como obras públicas, salud, educación, hacienda pública; y también sociales: bienestar o guarderías. Todos desarrollan una función de carácter y consecuencias públicos, dentro de una organización política llamada Estado, pero ello no los hace políticos profesionales ni superiores al más modesto ciudadano de la República. Y esto se comprueba en la casilla, allí se entra como ciudadano, sin importar clase, educación, creencia, color, cargo, dinero o cualquier otra clasificación. El propio presidente de casilla, cuando se pasa del otro lado de la mesa, lo hace en calidad de ciudadano un ciudadano y como tal vota y como tal vale y cuenta su sufragio.
Veamos el otro extremo: los “apolíticos” ciudadanizados, en sí mismos una contradicción en sus términos. Absurdos, ambos, que fueron comprados cual vellocinos de oro y salvación nacional, cuando solo era una gran patraña —una más— para desbancar a los — también patraña— “políticos profesionales”. Qué mejor entonces que los apolíticos salvíficos y angelicales, seres sin tentaciones: “metahumanos” que ni Platón pudo imaginar: Creel, Molinar, Ortiz Pinchetti, por mencionar solo algunos especímenes que llegaron a proclamarse representantes exclusivos y auténticos de la ciudadanía. En el fondo se trataba de la conquista del —entonces— IFE por los partidos políticos y que terminó en su rapto —secuestro con violación— por los “demócratas profesionales”, padres y depositarios de la democracia, que desde hace mucho impusieron en el seno de las autoridades electorales la Ley de Hierro de Mitchels. Es decir, su oligarquía sobre la democracia, algo que ni Aristóteles pudo prever.
Habrá que dejar claro que lo anterior no se inscribe en los ataques lopezobradoristas para destruir al INE que, a pesar de sus contradicciones y excesos internos, ha cumplido como un árbitro funcional y eficaz —si bien no modesto, como visionaba Woldernberg¬— y cuyos excesos oligarcas doblegaron al hoy INE en la guillotina de sus propias criaturas y consecuencias. Más adelante explicitare este párrafo.
Veamos: ¿se puede ser apolítico y ciudadano? ¿Se puede ser demócrata y apolítico? Y, peor aún, en la postura que llegó a asumir Ortiz Pinchetti —hoy desdorado florero de la Fiscalía de Delitos Electorales— al proclamarse, sin elección de por medio, representante auténtico y único de la ciudadanía. O de Creel, ¡Oh Dios, ¡qué hicimos para merecerlo!, de abrazar en la ignominia las cajas vacías de la elección de AMLO en Tabasco y apoyarlo en una de sus tantas tomas pay per view del Zócalo, en su calidad de autoridad electoral y garante de la legalidad comicial, en tanto Consejero Ciudadano del IFE, desconociendo un proceso electoral en Tabasco y a sus autoridades (entonces el IFE —hoy INE— no organizaba las elecciones estatales). Uno y otro, Creel y Ortiz Pinchetti, hacían política —de la más baja ralea, por cierto— ostentándose como “apolíticos” y sin más sentido que el hacerse ver en pos de una carrera que hoy está a los ojos de todos. Más política de “profesionales” por ocupación de espacios no podría ser.
Lo hacían, además, calificando su apolitismo de ciudadanizado, una especie de ciudadanía superior. Por naturaleza todos somos desiguales, es la política la que nos iguala para tratar las cosas que nos son comunes. Pues bien, los “apolíticos”, no sólo hacían política travestidos de seres angelicales, sino, además, se vendían como ciudadanos ciudadanizados: superiores. Y en ello radicó el mayor de sus pecados y que desde entonces critique del IFE—INE: si ya teníamos seres superiores, más allá del bien y del mal, sin apetito de poder, “apolíticos” y “ciudadanizados”, a cargo de las elecciones y de nuestra democracia, los demás ciudadanos ya no teníamos que temer ni, sobre todo, que actuar, bastaban y sobraban ellos para salvar y darnos una democracia por siempre. ¿Qué resultó? Una democracia sin demos. Un déficit de ciudadanía, una partidocracia oligopólica, una autoridad electoral protagónica y sobrada, y, finalmente, la cereza en el pastel: el lopezobradorismo. López Obrador es hijo de nuestra ausencia ciudadana, de nuestro denuesto por lo político, de nuestra democracia de dirigentes y santones, de nuestra deserción a ser políticos (ciudadanos).
Entonces bien, ¿Qué es ser político? ¿Quién es político? ¿Cómo se hace política? Político no es quien vive de la política, éstos, generalmente suelen ser los más antipolíticos. ¿Si la ciudad tiene ciudadanos, qué tenía la Polis griega? Políticos.
Los seres humanos tenemos muchas facetas: biológica, familiar, fraternal, pensante, de creencias, de afición, de vocación, de ocupación, de necesidades, de cultura, de gustos y de amores. Entre tantas, tenemos una faceta política. En las primeras vemos por nosotros en lo individual, por nuestras necesidades y apetitos personales y por nuestra familia; en la segunda vemos por la pluralidad de la comunidad donde nacimos o a donde finalmente migramos. No hay ciudadanos de tiempo completo, sí hay seres biológicos que si no respiran y comen se mueren; así los humanos necesitamos respirar, comer, cubrirnos, ver por nuestra salud y familia. Pero, además, en otra esfera del quehacer humano, los humanos tenemos que hacernos cargo, en algún momento, de nuestra pluralidad, ya no de un yo y familia, sino de un nosotros y nación.
Político es, pues, todo ciudadano que, le guste o no, tiene que hacerse cargo del nosotros del que forma parte. ¿Cómo lo hace? Antes que nada, reconociéndose en algo superior a él y diferente y diverso a él. Reconociendo el espacio que media entre él y aquellos que llama otros, reconociéndose en una pluralidad no nada más de seres, sino de posiciones y diferencias. Después pensando. Quien piensa se hace presente en el mundo y cuestiona por todo aquello que no le es conocido: se piensa y piensa, ya no solo como un yo, sino como un yo entre lo que le es diverso y diferente, frente a lo otro y al otro. Ese yo que piensa se manifiesta, se hace ver y se hace oír: discursa. El discurso implica que alguien más escuche: la pluralidad y, en ésta, el discurso se vuelve deliberación. Finalmente, la deliberación deriva en juicio: qué en la pluralidad va antes y qué después, qué es mejor, qué procede. Finalmente, el juicio llama a la acción, puede ser una acción individual con fines colectivos, o bien una acción colectiva con objetivos igualmente colectivos, no se trata de las necesidades del hombre en lo individual, sino de las libertades propias de lo plural. Al final, la suma de todo esto otorga un sentido y un valor a la vida en comunidad. Ese sentido y valor es “lo político”. Propio de todos, no solo de unos iniciados. Eso que hay hemos perdido en México: el sentido y valor de nuestra vida en colectivo.
Políticos somos todos los que vivimos en una pluralidad, político es el individuo de la Polis. Por eso tenemos que recuperar, rescatar, salvar lo político de quienes se han apropiado de ello, de quienes se postulan como sus sumos sacerdotes, de quienes quieren decidir por todos e imponer como plurales sus visiones excluyentes y sesgadas. Salvar la política de sus vividores y explotadores.
Esto es aún más importante en una democracia representativa, que no es otra cosa más que la solución a las grandes poblaciones imposibles de concitarse y procesarse en un Ágora de cientos o miles de millones de gentes. Habrá que partir que la representación jurídica en tanto creación humana precede por muchos siglos a la política, pero su estructura es igual: un mandante encarga a un mandatario cierta tarea en su nombre y representación, y de ello tiene que rendirle cuentas. Llevada la representación a la política, los representados mandatan con su voto a ciertos individuos para actuar en su nombre y representación frente a los otros. Por ello en una democracia representativa lo más cercano a lo político son los Congreso, porque, en principio, los legisladores actúan como personas en lo individual, pero también a nombre y representación de otros, para pensar, discursar, deliberar, juzgar, decidir y actuar.
De allí que no pueda ser más antipolítico un legislador que en lugar de representar a sus electores, entregue hasta su dignidad a una persona o a un movimiento; porque lo suyo es actuar a nombre de otro y ver por su mandato dentro de una pluralidad de pareceres, deliberar, juzgar y llegar a una decisión mayoritariamente construida, no impuesta por ningún agente externo. No se trata de “ser leal” al poder o a alguien, su representación solo responde a sus representados. Pero es imposible que lo entiendan quienes nacieron para adorar y no para pensar: quienes niegan la pluralidad en lo político y se niega a sí mismos y a lo político.
En fin, políticos somos todos, nada más que hemos abdicado de la política y dejado a ella a sus “profesionales”, merolicos, impostores, vividores y publicistas.
Y así nos va.