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Por el bien de todos: la ley sí es la ley

Redacción Por Redacción
24 octubre, 2025
en Política
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Lic. Ernesto Millán Juárez, Abogado y Escritor

Lic. Ernesto Millán Juárez, Abogado y Escritor

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Por Ernesto Millán Juárez

 

Soy abogado. Estudié leyes porque un día comprendí la importancia de este instrumento creado por la propia sociedad. Todo lo que nos rodea —el semáforo que regula el tránsito, el autobús que sigue una ruta, la escuela que imparte conocimiento, el trabajo que se organiza bajo reglas— está regido por las leyes. Son el esqueleto invisible que sostiene a la sociedad. Sin ellas, todo se derrumba.

Las leyes, en su esencia más pura, son una promesa: la de vivir bajo un orden que nos iguala, nos protege y nos obliga a respetar al otro. Fueron creadas para armonizar la convivencia humana, para poner límites al poder y para recordarnos que la libertad de uno termina donde comienza la del prójimo. La ley es el pacto civilizatorio que nos separa de la barbarie.

Sin embargo, desde que tengo uso de razón, he presenciado que los mexicanos somos asiduos a irrespetar la ley. Pareciera que la desobediencia forma parte de nuestra cultura, que romper las reglas es una especie de deporte nacional. Nos jactamos de la trampa, del “no pasa nada”, del favor indebido o del contacto que todo lo arregla. Hemos convertido la transgresión en un rasgo de identidad, como si la ley fuera el obstáculo y no el camino.

Esta realidad es muy dolorosa y ya nos está cobrando la factura. Porque cuando un pueblo vive fuera de la ley, comienza a desintegrarse. Es por esta razón que la corrupción deja de ser excepción para volverse norma; la trampa se normaliza; la desconfianza se instala en nuestras relaciones más simples. Vivimos rodeados de injusticia, pero muchas veces somos parte de la cadena que la alimenta. Así, la impunidad se convierte en un círculo vicioso que nos devora: el ciudadano no confía en la autoridad, la autoridad abusa del ciudadano y, al final, nadie confía en nadie. ¿Te suena? Seguramente sí.

Me duele ver la manera sistemática en que violamos la ley. Ocurre en cada esquina y a cada instante. Basta con caminar por la calle para advertirlo: motociclistas sin casco, invadiendo carriles y rebasando por donde no deben; autobuses que se detienen donde se les antoja, bajan pasaje en doble fila y ponen en riesgo la vida de sus usuarios; vehículos que contaminan visiblemente y aun así portan su holograma de verificación actualizado. La ausencia de autoridad es dramática. No hay orden ni consecuencia. Lo mismo da cumplir que incumplir, porque nadie vigila, nadie sanciona.

Y esta realidad escala, porque en nuestro país todo está plagado de arbitrariedad. No es que a los mexicanos no nos guste respetar la ley; lo que ocurre es que, si no le tememos, la transgredimos. El ejemplo más claro son nuestros paisanos en Estados Unidos: allá respetan los semáforos, no conducen con aliento alcohólico, cumplen las reglas que acá violan; son los ciudadanos ejemplares que acá no son. ¿Por qué? Porque allá la ley es la ley, y le tienen miedo, por eso la respetan.

Desde mi perspectiva, fue la llegada de la alternancia democrática la que agravó el deterioro. En su afán por ganar votos, los nuevos candidatos comenzaron a prometer lo impensable: eliminar multas de tránsito, perdonar infracciones o “flexibilizar” la aplicación de la ley. En lugar de profesionalizar y moralizar a las corporaciones policiacas, optaron por debilitarlas bajo el argumento de que eran corruptas. Así, en vez de corregir el abuso, se desmanteló la autoridad. Se confundió el ejercicio del poder con la complacencia populista, y se sembró la idea de que gobernar es agradar, no ordenar.

Después vino el estribillo de la no represión, una consigna noble en apariencia, pero desastrosa en su interpretación. En nombre de esa bandera, se renunció a imponer el orden, y la ley se volvió opcional. Hoy, como sucede en la Ciudad de México, se pueden cerrar avenidas, vandalizar edificios o destruir el patrimonio de otros ciudadanos, mientras la policía observa con las manos atadas. Esa es nuestra dramática realidad: el Estado renunció a ejercer autoridad y la policía perdió toda garantía. Si actúa, se le sanciona; si no actúa, se le culpa. En medio de esa contradicción, la ley dejó de tener fuerza, y el respeto se volvió un gesto en extinción.

Soy abogado y estudié leyes porque las amo. Por eso condeno al régimen, pero no solo al de Morena —que es, sin duda, el peor de todos—, sino también a los anteriores: a todos aquellos que permitieron relajar el sentido de la ley hasta volverlo una burla, una farsa, una caricatura. Todos ellos son responsables del derrumbe moral que hoy padecemos. ¡Es tiempo de que el discurso político cambie! Ya no podemos seguir tolerando la arbitrariedad ni la impunidad disfrazada de democracia. Es tiempo de que la política vuelva a proclamar el respeto a la ley y que, una vez en el poder, esa proclama se convierta en un hecho.

Es hoy, porque ya no hay mañana. Es tiempo de sacar del poder a esos mamarrachos que desde el Congreso de la Unión se conectan a las sesiones desde una cancha de pádel, como si legislar fuera un pasatiempo. Es tiempo de que esos senadores señalados por delitos le teman, por fin, a la ley, en lugar de burlarse de ella jactándose de que pueden ser denunciados doscientas veces sin consecuencias, porque saben que viven en un país de impunes. Es tiempo de que esos diputados que posan sonrientes, celebrando la destrucción de las instituciones y del juicio de amparo, regresen al nido de ratas del que nunca debieron salir. La nación no puede seguir en manos de quienes desprecian la ley y hacen de la ignominia su bandera.

Ya no hay mañana. O recuperamos el Estado de derecho o lo perdemos todo. La ley no puede seguir siendo una sugerencia. México necesita volver a creer en la fuerza moral de la norma, en la justicia como virtud y en la autoridad como servicio. Porque un país sin ley no solo está condenado al caos: está condenado a su propia destrucción.

Los mexicanos debemos emprender una profunda moralización, desarrollar nuestra conciencia y asumir nuestra responsabilidad cívica. Solo así podremos consolidar una verdad indispensable para sobrevivir como nación: la ley sí es la ley. O lo entendemos, o nos condenamos.

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