Por Aurelio Contreras Moreno
Dos administraciones viven sus últimos días en una situación completamente distinta de la que sus titulares se imaginaron al inicio de las mismas, cuando el optimismo rayaba en triunfalismo.
El gobierno de Enrique Peña Nieto agoniza lenta y dolorosamente, luego de su capitulación ante la marejada lopezobradorista. En los hechos, desde el 2 de julio el mexiquense dejó de gobernar al país y se lo entregó de facto al ganador de las elecciones, creando con un ello un vacío de poder que ha sido desastroso para el país en muchos sentidos.
Al soltar las amarras y entregárselas a Andrés Manuel López Obrador sin tener éste aún facultades legales para ejercer el poder, Peña Nieto colocó a México en una situación de vulnerabilidad por demás irresponsable, cuyas consecuencias todavía no es posible dimensionar.
Todos los actos ilegales en los que se incurrió en el larguísimo periodo de transición gubernamental, como las “consultas” ciudadanas y el anuncio de la cancelación de la construcción del nuevo aeropuerto, lo único que crearon fue una incertidumbre en los mercados internacionales que ya se refleja en los indicadores financieros del país y que si no se corrige, pronto podría causar un problema mucho mayor. Y el principal responsable, además de López Obrador, es Peña Nieto por su decisión de convertirse en un muerto viviente los últimos meses de su mandato.
Quién hubiera pensado un final así hace seis años, cuando tras dos sexenios de panismo el PRI regresó triunfante al poder presidencial de la mano de un político que había sabido construir muy bien su imagen pública, pero que demasiado pronto demostró que nunca estuvo preparado para la encomienda.
La frivolidad y la corrupción terminaron por engullir al peñismo, que no logró levantarse de los escándalos que lo hundieron. Si Ayotzinapa fue su perdición, la “Casa Blanca” representó el tiro de gracia para una administración que se desmoronó en medio de la violencia y el saqueo perpetrado por los que quizás sean la generación de los peores gobernadores de la historia de México, encabezados por Javier Duarte de Ochoa, que hicieron lo que quisieron en sus entidades con la complicidad del poder central.
Derrotado mucho antes de las elecciones del 1 de julio, Enrique Peña Nieto abdicó de facto un día después de los comicios y pactó su impunidad con su sucesor a cambio de volverse un penoso fantasma que ni siquiera se preocupó por inaugurar la más grande obra de infraestructura de su sexenio: la ampliación del puerto de Veracruz. Ya para qué. A quién le importa.
Y es precisamente Veracruz otro caso paradigmático del fracaso de un gobierno que inició con la expectativa de tener la experiencia y capacidad para por lo menos detener la violencia.
Pero no. La mini administración de Miguel Ángel Yunes Linares perdió el rumbo muy pronto y defraudó miserablemente el voto de confianza que se le otorgó en las urnas. Pactó con algunos de los saqueadores y mafiosos que llevaron a Veracruz al deplorable estado del que no ha salido; torció la ley para favorecer sus intereses y perseguir a sus enemigos; incurrió en actos de corrupción que más temprano que tarde saldrán a la luz y se ahogó en el remolino de ambición por instaurar una dinastía familiar, mientras los veracruzanos seguían siendo asolados por la violencia desquiciada de los criminales, con o sin uniforme.
Peña Nieto y Yunes Linares no tuvieron los tamaños para colocarse a la altura de lo que México y Veracruz demandaron de ambos. Por eso los dos se irán por la puerta de atrás.
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