Redacción MX Político.- Ahí estoy en una fotografía, parada junto a Margarita Zavala. Ahí estoy en otra, sentada junto a Javier Corral. Esas y otras son usadas a diario para tildarme de panista o prianista o calderonista o conservadora o saboteadora o traidora.
No importa que en las últimas tres elecciones presidenciales haya votado por Andrés Manuel López Obrador. No importa que la fotografía con Margarita haya sido tomada hace cuatro años, cuando fui condecorada por el gobierno de Francia con la Legión de Honor por mi trabajo a favor de las mujeres, y ella estaba entre los invitados a la ceremonia.
No importa que Javier Corral –durante décadas– fuera considerado un aliado de la izquierda por su oposición al desafuero y su lucha contra el duopolio televisivo y su pelea con Peña Nieto por la corrupción de Duarte y el uso político del Ramo 33.
No importa que yo haya sido crítica constante de los defectos del sistema político y económico, a lo largo de los últimos seis sexenios y eso esté constatado en libros, columnas, tuits, conferencias, programas de radio y televisión. No importa que lleve 30 años siendo feminista: marchando, escribiendo, participando y exigiendo derechos, incluyendo el derecho a decidir.
Mi trayectoria ha sido borrada y distorsionada para crear una mujer de paja, que después la 4T procede a quemar.
Mi caso no es excepcional. Es un fenómeno común que nace de la política polarizada que va asolando al país.
El analista Ezra Klein lo describe a lo largo de su nuevo libro Why We’re Polarized. En México actualmente –al igual que en Estados Unidos– prevalece la lógica de la polarización, y todas las fuerzas políticas recurren a ella.
Para apelar a una población a la que conviene confrontar, las instituciones y los actores políticos actúan de maneras cada vez más polarizadas. Un bando usa el epíteto “fifí”, mientras el otro acuña la descalificación “chairo”.
Los lopezobradoristas tildan a sus críticos de “conservadores” y la oposición califica al presidente de “populista”. Y entonces el debate no se centra en las ideas; gira en torno a la identidad. No importa lo que argumentes sino quién se supone o se dice o se cree que eres.
La identidad se ha vuelto un arma para la descalificación. Se usa para desacreditar las preocupaciones de los críticos, presentándolos como parte de un grupo que sólo busca proteger sus intereses o sus privilegios a costa del cambio o a expensas del pueblo.
La racionalidad o legitimidad de la crítica queda subsumida frente a la supuesta identidad de quien la esgrimió.
Ya no es posible discutir las ventajas o desventajas de cualquier política pública porque la discusión se centra en las personas y no en las ideas.
Ya no es posible evaluar “Jóvenes Construyendo el Futuro” o el Tren Maya o el aeropuerto de Santa Lucía o la rifa del avión presidencial en función de lo que sabemos de su viabilidad o su impacto.
Todo se remite a lo personal. A la clase social a la que perteneces, a los intereses que supuestamente representas, al partido que falsamente apoyaste en el pasado, a la fotografía en la cual apareciste.
Entonces, cualquier crítica –aunque sea constructiva– a la 4T automáticamente es construida como adversarial y no como representativa de un país plural.
Las líneas entre una identidad y otra se han vuelto tan fijas y demarcadas, que se vive y se muere en función de la lealtad a tu grupo.
Salir de la tribu para defender a alguien que fue tu compañero de lucha en batallas históricas, a alguien con quien marchaste, a alguien cuya trayectoria conoces y sabes que no merece ser linchando por la red AMLOVE, es enfrentar la posibilidad del ostracismo, la probabilidad del aislamiento.
Todos queremos pertenecer y ese sentido de pertenencia a la 4T está avivando lealtades que se expresan de manera violenta o manipuladora o incongruente.
Algo está mal cuando, para la izquierda, el enemigo es Lydia Cacho y no Manuel Bartlett; cuando las feministas son acusadas de cacerolistas golpistas; cuando se embiste a Javier Corral y no se toca a Javier Bonilla. “Dentro de la 4T todo, fuera de la 4T nada”.
Tristemente la 4T está erigiendo fronteras impermeables alrededor de un mundo donde para que alguien gane, todos los demás tienen que perder. Donde no hay cabida para la discrepancia o la disidencia o la crítica o el reclamo o la exigencia o la diferencia de opinión.
Hoy están ganando el enojo, la rivalidad y la incivilidad. Lo que sentimos está imponiéndose sobre lo que pensamos, y los sentimientos que más trascienden son los que llevan a odiar al bando contrario, al enemigo construido e imaginado: las mujeres ingenuas y tontas, manipuladas por la derecha golpista.
Antiguos aliados son resignificados como nuevos adversarios, al margen de su trayectoria, la legitimidad de sus luchas, el trayecto común recorrido.
¿Cómo superar esta polarización venenosa y peligrosa? ¿Cómo entender que antes de ser lopezobradoristas somos ciudadanos, somos mexicanos? ¿Cómo resistir a los polarizadores que nos vuelven sus víctimas y ahondan nuestros desacuerdos?
Quizás recordando que el país complejo y multifacético no es tan binario como lo pintan, ni las personas son como las representan –de manera tramposa– los acólitos acríticos de la 4T.
Tenemos muchas identidades que trascienden la afiliación ideológica, la identidad política, la lealtad al presidente o a su partido.
Sí, hay orillas opuestas, pero también puentes. El puente sobre el cual todos deberíamos caminar y cruzar para defender a las mujeres, para alzar la voz por las víctimas de la violencia, para exigir la equidad de género.
Podemos atenuar y apagar la política de la identidad y la polaridad. Podemos darnos cuenta de cuando estamos siendo manipulados. Podemos recordar de dónde venimos, quiénes somos y a dónde queremos ir como país: un futuro más democrático, más liberal y más decente que donde estamos varados y peleados hoy.
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