José Luis Parra
El gobierno mexicano, en estos días, parece más preocupado por los hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos —esos ciudadanos gringos con sangre azteca— que por los millones de compatriotas que intentan sobrevivir en medio del desabasto de medicinas, la violencia cotidiana y un sistema judicial convertido en feria de corrupción.
¿Prioridades? Bien, gracias.
Nos venden la idea de una Cumbre Económica del Bienestar como si fuera la panacea para resolver nuestros males. Pero entre la escenografía demagógica y los discursos importados, lo urgente se sigue pudriendo en casa: los hospitales sin medicinas, las fosas llenas, la elección judicial convertida en burla. Un ejercicio de fraude y corrupción donde votó un dígito del electorado, y eso sin contar los votos nulos que prefieren esconder. Si sumamos bien, la legitimidad alcanza para una mesa de dominó, no para decidir el futuro de un poder de la nación.
Pero eso sí, lo que sí urge, con carácter de Estado, es reformar el guardarropa de los ministros: que se quiten la toga. La lógica oficialista se reduce a esto: si se visten como nosotros, pensarán como nosotros. Ni Freud se atrevería a tanto.
Y como cereza del pastel, una nueva iniciativa de justicia social versión 4T: premiar a los invasores y castigar a quienes pagan sus casas. El nuevo rostro del “gobierno humanista” es el despojo disfrazado de redención. Si no tienes para pagar, no te preocupes, papá gobierno te salva. Si sí tienes, cuídate: podrías perderlo todo por pagar puntual.
Canadá nos lanza una advertencia con nombre y apellido: Donald Trump. Sí, el mismo que aquí nos provoca risas y memes, allá dicta política exterior. La negativa de recibirlo en un encuento en la montaña no es una ofensa para la 4T; es un mensaje cifrado al sur del Río Bravo: o controlan a sus narcos o salvamos nuestras inversiones en México. Si el capital gringo se va, todo se va al carajo. El mensaje del imperio a los vecinos que no entienden razones, sólo amenazas.
Y mientras eso ocurre, aquí seguimos atrapados en una comedia de enredos: entre un Poder Judicial que se cae a pedazos (seriamenrte ligado a las inversiones estadounidenses), un Legislativo que aplaude órdenes y un Ejecutivo que presume democracia con 6 por ciento de apoyo popular.
Esto no es una transformación. Es un saqueo en cámara lenta.
La realidad nos rebasa con datos, no con ideología: la violencia, la impunidad, la corrupción, los abrazos que no alcanzan a frenar las balas. La clase política ha hecho las paces con el crimen organizado. Y el pacto no es de paz, sino de negocios.
Desde ahí, sí, desde ese maridaje fuera de control, es donde habría que plantear una reforma de fondo. Pero no esas reformas que se votan a gritos y madruguetes, sino una que empiece por cortar el cordón umbilical entre los partidos y el presupuesto. Si igual se nutren de dinero ilícito, ¿para qué fingir que viven de prerrogativas?
Somos un país bizarro. Donde lo urgente es irrelevante y lo ornamental es prioridad.
Ya ni siquiera hace falta disimular.