CUENTO
Hace unos años ya, existió un hombre que, al morir su esposa, no se lo dijo a nadie. La amaba tanto que, el hecho de pensar en enterrarla lo asustó muchísimo.
Por lo tanto, así fue como, después de pensarlo mucho, llegó a una conclusión: conservaría su cuerpo en el sótano de su casa. Cargándola en sus brazos, el viudo bajo las escaleras que conducían hasta abajo. Al llegar al piso, suavemente bajó el cuerpo de ella. Depositándola sobre una manta hermosa de cachemira de color amarillo, el hombre, después de besar los labios fríos de la occisa, le susurró palabras hermosas: “Mi vida, mi cielo; mi primavera eterna…”
Prosternado frente a ella, sin dejar de contemplar su rostro, el hombre dijo: “Primero muerto, antes que dejar que los gusanos te devoren”. Haciéndose hacia atrás, él, que ya había besado ambas manos de su esposa, buscó un pequeño banquito, donde luego se sentó. Su guardia entonces había dado inicio.
Una lámpara situada en un rincón proveía suficiente luz a este cuarto. El clima, que no se sentía frío ni caluroso, hizo que el hombre pasara las primeras horas sin ninguna queja o problema. Adentro todo parecía una escena de un cuento romántico. La pequeña ventana a un lado dejaba ver al hombre cuando era de día, y cuando de noche.
Así se la pasó él, cuidando para que los gusanos no se comieran la carne de su esposa difunta. El cuerpo, hasta ahora, seguía estando intacto. Apenas aparecía un gusano, el hombre rápidamente lo apartaba. Depositando sobre el piso, se ponía a pisotearlo sin miramientos. “¡Muere, maldito!”, vociferaba.
Terminado su trabajo, nuevamente volvía a sentarse… Y así es como él se la pasó; cuidando y vigilando para que los gusanos no se comieran el cuerpo de su esposa. Ella, que todos los días era cambiada de ropa, así como también aseada y maquillada por él, seguía luciendo hermosa. Acostada como lo estaba, solamente parecía estar durmiendo.
Sus uñas rojas, que su esposo repintaba todos los días con mucho cuidado, le daban un aspecto muy elegante a sus manos. El color rojo contrastaba mucho con lo pálido de su piel. “Hoy hace ya un año que te moriste”, dijo el hombre aquel día. Sentado junto a ella, tomaba una taza de café muy caliente.
Un rato después, viendo la importancia de su logro, el marido de la mujer pensó que algo como eso había que celebrarlo. “Ahorita vengo”, dijo, cuando se levantó. Subiendo entonces las escaleras, fue hasta la cocina. Llegando junto al refrigerador, lo abrió para buscar las cosas que necesitaría.
Después buscó un recipiente de plástico en forma de cuadro, en el cual las depositó todas. Y, antes de volverse hacia el sótano, en un último instante recordó que, para poder embellecer la escena, también necesitaba unas cuantas velas.
Asentando las cosas sobre la mesa de madera, el hombre se acercó hasta aquel cajón donde su esposa siempre solía guardar este tipo de objetos, así como alguna que otra servilleta de papel. “Ahora sí”, se dijo, al depositar dentro del recipiente tres velas de color rojo, “ya nada me hace falta”.
Afuera, mientras tanto, había empezado a nevar, pero el hombre en lo absoluto lo notó. Porque el mundo exterior hacía ya mucho tiempo que le había dejado de importar. Ahora cuidar de su esposa era lo único que en verdad le interesaba.
Para este entonces debían ya de haber dado las doce. El clima frio y nublado del exterior hacía que el sótano luciera ahora casi oscuro. Este ambiente favorecía su plan del señor, quien por cierto tuvo encender una de las velas para no tropezar en su camino hacia abajo.
“Mi amor, ¡mira qué escena tan romántica!”, exclamó al encender la tercera de las velas. “¿Te das cuenta de lo mucho que todavía te sigo amando?”, preguntó después. Colocando sendos platos sobre el piso, se sentó ahí mismo, muy cerquita del cuerpo occiso.
“Brindo por ti, y por mí”, dijo el señor. Había levantado los vasos de cerveza. Chocándolos el uno con el otro, los vasos emitieron un ruido que pareció ser más fuerte de lo que era en un espacio reducido como aquél. Con las piernas cruzadas, una sobre la otra, el hombre sonreía de alegría por estar festejando el hecho de que todo un año le había ganado a los gusanos.
“¡Un año! ¿Te… das… cuenta?”, hipó. Ya estaba borracho. A unos metros de él, el fuerte aire había empezado a hacer aquel ruido inconfundible al filtrarse por las orillas de aquella pequeña ventana. Era la primera tormenta de nieve del año. “¿Te… das…” El hombre no logró terminar la pregunta, porque entonces había caído dormido sobre el piso.
Más tarde, unas doce horas después, cuando finalmente se despertó, le costó asimilar su situación. Pero entonces ¡algo hizo que se acordara!: el cuerpo de su esposa que ahora solamente eran puros huesos. Mientras que él dormía, cientos de gusanos habían surgido, comiéndose así, durante las horas que duró su sueño, al cuerpo que él tanto tiempo había estado cuidando. “No, ¡noooo!”, gritó el hombre al darse cuenta de su pequeño descuido.
FIN.
Anthony Smart
Noviembre/21/2019