Magno Garcimarrero
2029 es un año de sequía generalizada en el planeta, las únicas manchas de verdura que suelen verse de cuando en cuando al cruzar por los anchurosos ejes viales, son las grandes ampollas-invernadero, preservando la humedad, bajo su gran vientre transparente, escarchado por el sudor natural de los plantíos, que al condensarse la devuelven a la tierra convertida en una lluvia menuda. Al final de la avenida Diego Armando Maradona se levanta imponente el gran estadio Pelé Rex, famoso por su capacidad calculada en un millón de espectadores y su campo de tartán a prueba de chanfles.
Obedeciendo una orden mental, el giromóvil de Jorge Luis salió de la avenida y torció sobre la glorieta Alemania 86, donde se alza el monumento a Franz Beckenbauer, cruzó la rúa Michel Platini y reprogramó el Google Map computarizado a modo de que su auto lo llevara hasta la cerrada de Hugo Sánchez. El auto giroscópico obedeció en medio de un suave ronroneo, mientras Jorge Luis se reclinó y entrecerró los parpados para evitar los golpes luminosos de los anuncios eternos y exclusivos: Coca-cola, Kodak, Fuji, Nissan, Cinzano, Peugot, Honda.
El paso por el estadio accionó las celdillas fotosensibles de la computadora que, en tono de arrullo le recordó al pasajero: “Edson Orantes Do Nacimiento nació a la fama universal en 1958, en Suecia, donde se celebró en ese año el Mundial de Fútbol. El gran Pelé tenía entonces 17 años y el equipo de futbol de Brasil ganó el campeonato. En 1977 se retiró de la cancha para desgracia y oscuridad de la humanidad; precisamente un día primero de octubre en el estadio de los gigantes en Nueva Jersey, donde actuó para el equipo Cosmos de Nueva York. En ese juego, a los 42 minutos El Rey anotó su último gol: el 1278. Los hombres lloraron, las mujeres se desmayaron, el propio héroe derramó lagrimas que humedecieron el esférico… (me refiero al mundo)”. Falleció el Gran Pelé el 29 de diciembre de 2022.
La computadora calló, el silencio despertó a Jorge Luis que enderezó el asiento y le ordenó al giromóvil detenerse en la primera florería que viese. El vehículo olfateó electrónicamente y se desvió por la calle Jean Marie Pfaff donde un aviso comercial anunciaba en luz negra La Meta Belga arreglos florales.
El giramovil entró al espacio destinado al “servicio en su auto” y desde la ventanilla Jorge Luis compró un gran ramo de flores blancas; las abrazó como si cargara un niño recién nacido y ordenó mentalmente a la máquina: “al cementerio”.
Para llegar a la necrópolis es paso obligado la Ciudad de los Deportes, colonia densamente poblada. La nave giroscópica tocó la calle de Fernando (El Toro) Valenzuela, que hace esquina con la avenida Muhammad Ali y el callejón de Roberto (Mano de Piedra) Durán. El obelisco de Abeba Bikila asomó la punta a la distancia, el brillo de su caliza negra pulimentada, sirvió de referencia a la fotocelda para calcular la proximidad de su destino.
Un polvo finísimo barrido por el viento desgasta por los siglos las tumbas olvidadas. El arco de la entrada al panteón carga aun los años que han pasado por él. Ahí se detuvo el moderno vehículo y Jorge Luis descendió para hacer a pie el trayecto hasta la tumba de su ascendiente.
Mientras andaba recordó que su antepasado había sido famoso, pero no sabía exactamente porqué; igualmente le resultó extraño observar que desde su muerte hasta ese momento en que se encontraba, habían transcurrido muy pocos años y, sin embargo, la vertiginosa carrera del tiempo hacía parecer que habían pasado centurias; como si el nacimiento del siglo XXI fuera la de un río de olvido. Recordó también haber asistido a las exequias y supuso que podía llegar al lugar de la inhumación. Caminó por largo tiempo sin dar con el sitio preciso, se volvió hasta el arco de entrada y desde lejos preguntó a la computadora histórica del giromóvil , pero ésta, después de un recorrido por su memoria, manifestó no tener dato registrado sobre el pariente muerto. De pronto observó al viejo enterrador semioculto detrás de un cenotafio. Ambos sobresaltados, quizá más por la soledad imperante que por la presencia humana y viva que interrumpía la continuidad de la nada.
Jorge Luis se acercó al hombre y le preguntó por el sepulcro de su antepasado; el viejo trató de hacer memoria y sin dar respuesta de palabra; se echó andar entre las tumbas barridas por el viento. Se detuvo frente a un túmulo apenas perceptible, hincó las rodillas quejumbrosas y con la mano nervuda y ososa limpió el polvo dejando al descubierto unas letras erosionadas: Jorge Luis Borges. Era lo único que se leía.
Jorge Luis llamó desde a ahí su giromóvil, el vehículo se acercó girando en un solo apoyo para poder pasar entre las sepulturas; sacó del auto el ramo de flores blancas y las depositó sobre la tumba, dio unas monedas al viejo y ordenó: “A casa, Giro”. Por el camino la memoria histórica de la máquina preguntó: ¿Quién fue ese tal Jorge Luis Borges?