* El Estado no puede auspiciar el crecimiento de otro poder que no sea el suyo. De hacerlo, terminará derrotado
Gregorio Ortega Molina
-¡Qué va! –responde con seguridad el policía-. La fuerza del Estado lo avasalla todo. En el momento que ya no se necesite de las instituciones y sus integrantes, serán derribados, destruidos, dejarán de existir.
-Estás en un error. ¿Qué me dices de Huitzilac, de Topilejo? El Estado no puede auspiciar el crecimiento de otro poder que no sea el suyo. De hacerlo, terminará derrotado…
El diálogo anterior reproduce, palabras más o palabras menos, la conversación entre dos políticos de altos vuelos, escuchada sin que existiera necesidad alguna de que fuese testigo, porque era yo, en ese momento, convidado de piedra a una reunión en que se discutió qué hacer con los barones de la droga.
En esos días el coronel del ejército de Estados Unidos, Oliver North, era condecorado en su país por el éxito de la operación Irán-Contras, financiada con cocaína proveída por alguna o varias de las agencias de seguridad de esa nación, para conjurar la amenaza comunista, que en Nicaragua terminó por convertirse en la Piñata Sandinista. Pregunten a Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal sobre el peso anímico, político e histórico del desengaño.
Por esas mismas fechas y en operativo similar a Rápido y Furioso para el contrabando de armas sucias de EEUU a México, el gobierno de Ronald Reagan convino en que una de las maneras de salvar del descalabro económico a esta nación, era reciclar en la economía mexicana el dinero negro del narcotráfico, lo que funcionó de momento, hasta que en La Casa Blanca se percataron de que la masa de dólares era enorme, y lo mismo podía ser útil para solucionar los problemas del déficit comercial que tienen los norteamericanos con el mundo, que para financiar sus operativos secretos.
Lo anterior nos refiere a las fechas en que cayó en chirona la triada de fundadores del narcotráfico masivo en México, y del cultivo de marihuana antes de que en EEUU soñaran con liberar su uso medicinal y recreativo. Es la incidencia del poder económico en las decisiones políticas.
Miguel Ángel Félix Gallardo -a quien ni siquiera le han dictado sentencia después de más de 30 años de prisión- y Ernesto Fonseca Álvarez se pudren en penales de alta seguridad, mientras Rafael Caro Quintero se esfuerza por cumplir los compromisos por él adquiridos, para que el amparo que lo liberó surtiera efecto.
El Estado mexicano de los años ochenta era fuerte, tenía poder y dinero a pesar de la debacle económica propiciada por las acertadas decisiones que empujó José Andrés de Oteyza; hoy, ese Estado está más débil que un enfermo de tuberculosis en reposo, en la clínica de La montaña mágica.
¿Vivirá Rafael Caro Quintero para contarlo?