Juan Luis Parra
¿Prueba? El Estado no celebra como triunfo una pena histórica de 15 mil millones de dólares impuesta en Estados Unidos a Ismael “El Mayo” Zambada, mientras en casa se sigue arrodillado ante el narco. En el norte del país, los cárteles patrullan armados como si fueran autoridad. En el sur, los ciudadanos viven bajo toques de queda impuestos por criminales. Y en medio de todo, fuerzas del orden que no se diferencian mucho de sus enemigos.
Dos voces lo revelan con brutal claridad: Víctor Hernández, ex cadete del Ejército, y Sophia Huett, exdirectiva de la extinta Policía Federal. Uno describe un sistema podrido sin remedio. La otra, la posibilidad de que aún se puede hacer bien.
Un ejército que no protege: entrena verdugos.
Víctor Hernández no acusa con teorías: narra desde las cicatrices. Ahogamientos con cloro. Golpizas. Violaciones. Extorsiones internas. Reclutas pobres forzados a prostituirse para pagar “cuotas” a sus superiores. La llamada “sangrada”: $2,000 pesos semanales por existir. Y si no pagas, te rompen la madre. Así se forman los soldados de México.
¿Y luego nos sorprendemos de que torturen? ¿De que disparen a inocentes?
¿Cómo va a protegernos alguien que fue entrenado para destruirse a sí mismo?
Víctor no lo duda: el Ejército se comporta como una organización criminal, con rituales, jerarquías y pactos de silencio. En vez de profesionalización, hay trauma. En vez de disciplina, violencia. ¿Queríamos seguridad? Lo que tenemos es una tropa enferma lanzada a la calle con armas y heridas.
Y mientras tanto, el mito verde olivo sigue intacto. No se les puede criticar. No se les puede auditar. Pero ahí están los datos: medio millón de militares desertaron o pidieron su baja en los últimos 30 años.
Del otro lado, una esperanza extinta.
Sophia Huett cuenta lo que fue la Policía Federal desde dentro en el sexenio de Calderón. Con defectos, sí. Pero también con reglas, con entrenamiento, con cuadros civiles y mandos capaces de cortar cabezas corruptas sin disolver la institución entera. Ahí había estrategia, asegura. Había lógica.
Lo que no hay es memoria.
Cada sexenio nace una nueva policía. Cada presidente quiere su “modelo”. La Policía Federal fue dinamitada sin reparos, para construir en su lugar una Guardia Nacional militarizada y desarticulada. ¿El resultado? Tropas improvisadas. Cero coordinación. Balaceras entre marinos, policías federales y hasta agentes gringos, como en el escándalo del caso Tres Marías. ¿Queríamos orden? Nos quedamos con caos.
A diferencia del Ejército, Sophia no idealiza. Es crítica, incluso desde dentro. Pero también muestra que es posible una fuerza funcional, cuando se le deja trabajar. La paz en la Comarca Lagunera es su ejemplo: coordinación real entre federación, estado, municipio y sociedad. ¿La clave? Quitar la política del camino. Sumar, no desaparecer. Reformar, no destruir.
Pero en México somos expertos en destruir.
¿Y el ciudadano? A pecho tierra.
El 63% se siente inseguro. En Culiacán o Ecatepec, ese número llega al 90%. En la CDMX, la inseguridad son robos y extorsión. En el resto del país, el riesgo es acabar en una escena de guerra: drones con explosivos, convoyes con sicarios, pueblos enteros sometidos.
La desesperanza no se mide, pero se respira.
Y en ese vacío, reina la impunidad.
De cada 100 homicidios, solo 4 o 5 llegan a sentencia. En muchos estados, nadie paga por matar. Aquí, delinquir no solo sale barato. Sale casi gratis. Y cuando matar no tiene castigo, el crimen se convierte en la ley.
Mientras el narco patrulla y recluta, el Estado se aplaude a sí mismo. Premia a sus funcionarios con viajecitos al extranjero mientras desmantela lo que funcionaba, y repite como mantra que todo está bajo control.
Mentira.
La seguridad no llega con abrazos ni con cifras maquilladas. Llega con instituciones sólidas, civiles, profesionales. Y esas, hoy, o están en ruinas…
México no solo es rehén del crimen. Es cómplice por omisión.
Mientras aquí hacemos teatro, el narco sigue haciendo país.