Locura por calor
Miguel Valera
Cuando terminaba su jornada laboral, que iniciaba a las 4 de mañana, Juvencio llegaba a casa, acariciaba a su perro, le servía unas tortillas con patas y vísceras de pollo, sentándose en el amplísimo corredor de su propiedad, mirando hacia el horizonte, satisfecho de ver crecer la milpa. Confiaba, una vez más, que este sería un buen año, que la cosecha se lograría, a pesar de las altas temperaturas.
Entonces, como si de una escena en cámara lenta se tratara, sentía caminar por sus sienes un hilo de sudor y veía caer de su frente gruesas gotas que se estrellaban contra el piso. Podía escuchar el aleteo de las moscas a su alrededor, el burbujear del líquido ámbar de una caguama que ya estaba sirviéndose para atemperar este azote veraniego de la naturaleza. Entonces, el grito de su esposa, desde la cocina, lo sacaba de esa realidad para seguir el olor de una carne asada y picadas con salsa de molcajete.
¿Qué tanto haces Juvencio?, le preguntaba la mujer. Te quedas como lelo, insistía, pero el hombre la dejaba en segundo plano, para engullir el delicioso desayuno que lo revitalizaba. Ya tenemos que irnos de aquí Juvencio, le decía Eduviges. Ya no podemos aguantar otro año de seca. ¿Qué vamos a comer si este año no tenemos maíz?, le insistía y además tú cada día te cansas más, te la pasas durmiendo toda la tarde, refrendaba.
Juvencio escuchaba como si de una voz en la lejanía se tratara. Volteaba a ver a su esposa, la escena en cámara lenta seguía. La señora movía una mano, movía otra, gesticulaba, mientras el sudor empañaba la mirada de este hombre que se sentía atrapado, como un insecto en una gota de ámbar, esa resina fosilizada de origen vegetal que conoció por primera vez en los ocotes que se daban en la tierra de sus padres.
Malhumorado, distraído, cada vez más irritable y ansioso, Juvencio llegó a pensar que su mujer tenía razón y que tenían que irse de ese pueblo. Nunca se dio cuenta cuando empezó a hablar solo, —son mis ancestros que me visitan—, decía, al ver por tercer año consecutivo perder su cosecha. Su mujer llamó a la curandera cuando lo encontró por tercera vez tirado en medio del campo, desmayado y en posición fetal, a casa de un acalambramiento.
La mujer le roció el cuerpo con aguardiente, lo azotó con ramas de menta, lavanda y eucalipto y le hizo beber un té de ruda y eucalipto. Y esta —la agrimonia, le dijo a la esposa— la pone debajo de la almohada, para alejar sus miedos e inseguridades. Con todo y eso, Juvencio no mejoraba. Eduviges pensaba que algún vecino envidioso le había hecho mal de ojo y acudió a nuevas sesiones de limpias.
Cuando pensaba que lo perdía —en largas noches de alucinaciones— uno de sus amigos se lo llevó a la ciudad con un médico y allá el diagnóstico fue tajante: deshidratación por insolación. Su cerebro se inflamó por las altas temperaturas. Todo esto le generó la debilidad y las alucinaciones, le dijo. Luego de dos semanas de hospital, Juvencio regresó a su casa repuesto, pero algo ya no estaba bien porque le dejó de interesar el perro fiel que lo seguía a todos lados y la cosecha de la que comía durante todo el año.