EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
La belleza de San Petersburgo en nuestros días.
Ciudad de México, sábado 29 de mayo, 2021. – “La Séptima para los músicos y para los espectadores, era la prueba de que el arte podía resplandecer por encima de la barbarie, afirmar la belleza, la exaltación espiritual y la concordia frente a la embestida de la metralla y las bombas, el espanto del hambre y la cotidianidad de la muerte”, escribió Antonio Muñoz Molina (Babelia, 1.5.21) estas ideas que, por supuesto, comparto, deseando que el resplandor del arte siempre esté por encima de la barbarie.
Fue el ejército alemán y la dictadura de Stalin que intentaron acabar con los habitantes de Leningrado, una ciudad que una vez más la conocemos como San Petersburgo.
“¿Quién, si gritara yo, me escucharía en los coros celestes?”, se preguntaba Rilke en la primera de sus Elegías de Duino. El grito de Shostakovich lo escuchamos los coros terrestres a través de su Séptima Sinfonía, “Leningrado” compuesta entre 1941 y 42, cuando Hitler había decidido invadir la Unión Soviética, asegurando que en seis semanas destruiría al Ejército Rojo: le salió el tiro por la culata.
Shostakovich componía su sinfonía en medio de la invasión, el sitio, el bombardeo y las metralletas. Aunque no supiéramos lo que pasaba mientras la componía, al oírla, sentimos miedo como el que pudieron sentir sus habitantes, amenazados por un ejército poderoso.
En el primer movimiento hay una frase musical iniciada por las cuerdas, seguida por la flauta, el picolo, el oboe y el fagot; una frase que la asocio con ese solitario habitante que camina atemorizando al oír, por ahí, el redoble del tambor; poco a poco la frase la repite toda la orquesta y deja a un lado la melancolía de aquellos días cuando se vivía en paz, se circulaba libremente y se tenían ilusiones como lo expresa el fagot al final, acompañado por todos los instrumentos.
Durante el segundo movimiento imaginé que era domingo, día de fiesta, cuando nos ponemos una camisa limpia, albeando, para salir con los niños a la iglesia o para hacer un día de campo en el verano. Pero hay un claroscuro, en donde el pasado tiene mayor significado: recordamos que habíamos sido libres porque no teníamos miedo y vivíamos con las camisas al aire. Pero la fantasía se interrumpe: las alarmas y el contrafagot marcan una realidad que deseamo no existiera: es la melancolía, el amor a la vida y a la Naturaleza que se convierten en un patético adagio con un final consagrado a la ilusión de volver a tener una vida feliz, una vez que hubiesen rechazado al enemigo y celebrado la victoria.
Es un grito convertido en un retrato musical de un pueblo envuelto por la sangre, las llamas y las sombras. Esta Sinfonía es equivalente al Guernica de Picasso y cuando el mundo la conoció, contuvo el aliento: se trataba de un pueblo que canta –como lo hacen las violas en el tercer movimiento–, más allá de la derrota o de la victoria, que expresa abiertamente el deseo de libertad, como lo anota Jonathan Kramer en Invitación a la música (Vergara, 1993).
El 9 de agosto de 1942 se interpretó la Séptima Sinfonía en Leningrado: sólo quedaban quince miembros de la Filarmónica en la ciudad, pero, se corrió la voz y llegaron otros músicos, muertos de hambre, salidos de sus oscuros departamentos. Habían estado sitiados tres años, pero, ese día, el concierto se retransmitió por radio y sus habitantes lo escucharon como si fuera un rayo de esperanza, como luego lo fue para el resto del mundo.
Shostakovich nos da muestras de su empatía: “había sufrido por todos aquellos que han sido torturados, muertos a tiros o de hambre” y, aclara, que esta Sinfonía “no es sobre Leningrado bajo sitio, es sobre la ciudad que Stalin destruyó y que Hitler meramente terminó de liquidar”, compuesta durante esos años en donde había sentido “el terror creciente de la guerra en general”, deseando con toda su alma que su obra “resplandeciera por encima de la barbarie.”