Acostumbro a usar este espacio para hablar de tecnología y de cómo la innovación digital transforma industrias y gobiernos. Pero la tecnología no florece en el vacío: necesita un terreno fértil de libertades económicas y de Estado de derecho. Por eso hoy miro hacia Ricardo Salinas Pliego: porque su defensa de la libertad y del libre mercado es, en última instancia, la condición para que cualquier avance tecnológico sea posible en México
Todos sabemos que la mayoría del empresariado mexicano mide cada palabra para no incomodar al gobierno en turno. Ricardo Salinas Pliego es de los pocos que se atreve a lo contrario. Hace algo que, aquí, parece casi un acto de fe: habla claro. Con una franqueza que solo se permiten quienes no dependen de un contrato público. Y vaya si incomoda.
De una tienda de electrodomésticos heredada en los años setenta, levantó un conglomerado que que a cualquier político le gustaría controlar: telecomunicaciones, banca y medios de comunicación. TV Azteca, Banco Azteca, Totalplay… cada marca es una pieza del rompecabezas que reparte empleo, crédito y fibra óptica a millones de mexicanos sin pedir un centavo de subsidio. Cuando la pandemia paralizó a medio país y el mantra oficial era “cierra o muere”, Salinas mantuvo abiertas sus tiendas. Esa sola decisión lo convirtió en villano para quienes creen que el Estado debe dictar hasta la última transacción, y en héroe silencioso para quienes entendemos que la economía real no puede esperar a que un decreto presidencial diga “ya pueden trabajar”.
Su timeline en X (antes Twitter) es, desde hace un par de años, un manual de liberalismo de bolsillo. Ahí caben Milton Friedman en cápsulas de 280 caracteres, ataques certeros hacia la Cuarta Transformación y recomendaciones de lectura que van de Deirdre McCloskey a Sun Tzu. En su cabeza no existe la “neutralidad” corporativa. Salinas se divierte provocando y lo hace con la misma convicción con la que defiende que la libertad económica es demasiado importante para dejarla en manos de políticos.
La 4T, por supuesto, no perdona ese tipo de insolencia. El pleito fiscal por cuarenta mil millones de pesos es solo la punta del iceberg. En un país donde la dependencia del Estado se usa como correa de control, un empresario que demuestra, con cifras, empleos y dividendos, que se puede prosperar sin la venia del Poder Ejecutivo resulta extremadamente peligroso. No porque incumpla la ley, sino porque prueba que la ley no es propiedad absoluta del gobierno.
Sus opositores se escudan en sus exabruptos en redes, en su humor sarcástico, en su ego. Como si el hecho de que no sea un hombre perfecto invalidara una verdad central: la riqueza es un emprendimiento privado. Es un planteamiento incómodo para quienes comercian con la palabra “igualdad” y que al mismo tiempo acumulan poder y debilitan los contrapesos del Estado de derecho.
Los paralelismos con Javier Milei en Argentina no son casuales. El propio Milei repite que “no hay nada más progresista que el libre mercado”, y esa frase podría tatuarse en el perfil de Salinas: su mera existencia, su capacidad de construir un imperio, choca de frente con el populismo tropical de la 4T. Ambos nos demuestran que el libre mercado no es propiedad de las élites académicas: es la fábrica que abre en tu colonia, el crédito que te ayuda a emprender, la infraestructura que te conecta con el resto del mundo.
Eso explica el acoso. Es un choque de modelos. Libertad frente a tutela. Individuo frente a Estado. El gobierno presume “igualdad” en sus discursos, y Ricardo Salinas crea empleos formales que pagan colegiaturas y rentas; mientras prometen derechos desde un atril, él ofrece servicios que mejoran la vida sin discursos ni subsidios.
Por supuesto que Salinas no es un santo, nadie que construye un imperio lo es. Su estilo directo y su propensión a la provocación irritan a quienes esperan reverencias. Y precisamente por eso es valioso. En un país lleno de empresarios domesticados y políticos que confunden la cosa pública con un botín particular, alguien que defienda la libertad económica sin disfraz merece más que un aplauso: merece que los ciudadanos lo veamos como un aliado estratégico.
Hoy que el país se debate entre quienes quieren que el Estado lo regule todo y quienes preferimos que nos dejen en paz para producir y vivir, Ricardo Salinas Pliego es un recordatorio incómodo: la prosperidad no se mendiga, se ejerce. Y sí, a algunos de nosotros esa música nos gusta. No porque creamos en mesías empresariales, sino porque sabemos que la alternativa, obediencia a cambio de migajas, es el camino más corto hacia el autoritarismo.