Por Aurelio Contreras Moreno
Al mediodía de este lunes 14 de marzo, se llevó a cabo una manifestación de protesta en la plaza principal de la capital de Veracruz. Sólo que ésta fue diferente a cualquier otra.
El contingente que llegó a la plaza Sebastián Lerdo de Tejada de Xalapa era el cortejo fúnebre del joven Carlos Fernando Hernández Domínguez, quien murió la madrugada del pasado sábado al interferir en el intento de secuestro de su padre, un empresario dueño de un negocio local de pollos asados, Carlos Hernández Marín.
El joven, de apenas 16 años de edad, impidió que un grupo de delincuentes plagiara a su padre y a su hermano menor, pero lo pagó con su vida al recibir las balas de los criminales, quienes se dieron a la fuga.
Familiares y compañeros de escuela de Carlos Fernando Hernández Domínguez hicieron una parada en el zócalo de Xalapa en su camino al cementerio, con el cuerpo del muchacho en su féretro, para recriminarle al gobierno estatal la omisión, la indolencia y el vacío de autoridad que ha provocado la propagación incontrolable de la violencia por todos los rincones del estado.
“Me siento orgulloso por mi hijo, a quien le quitaron la vida unos malditos rufianes que sólo con tener las armas se dan el valor de enfrentarlo a uno. Y me siento aún más orgulloso porque él es mi héroe, porque en automático me salva de que me lleven los malditos rufianes y no se tientan el corazón y le disparan. Salvó mi vida y la de su hermanito. Estoy muy dolido con nuestra autoridad que creo que no hacen nada.
Yo no veo nada”, sentenció su padre Carlos Hernández Marín, cuya familia entró a la interminable estadística de víctimas del Veracruz violento.
Como la de Carlos Fernando se repiten cientos de historias similares de norte a sur del territorio veracruzano. Gente común, trabajadora, que lucha día a día para salir adelante y que en un abrir y cerrar de ojos, ve con impotencia cómo su patrimonio les es arrebatado, o lo que es peor, como uno de sus familiares sucumbe ante la violencia asesina que azota a la entidad, mientras las autoridades hacen absolutamente nada.
Miles de veracruzanos padecen cotidianamente la inseguridad de orden común, la que no es del fuero federal, ésa de la que las autoridades locales no pueden -o no podrían- desentenderse. La que afecta al estudiante, al obrero, al empleado gubernamental, al maestro, al pequeño empresario. La que los gobiernos estatal y municipales tienen la obligación de combatir.
Pero mientras eso sucede, somos testigos de cómo los gobernantes, los hombres que aún ostentan el poder en Veracruz, se regodean en su frivolidad, en su miseria moral, en su insultante indiferencia.
En lugar de combatir a los delincuentes, en lugar de proteger a la población desvalida, los policías estatales son usados -en el sentido más amplio del término- para bailar striptease en “celebraciones” cuyo significado ni siquiera comprenden los estultos funcionarios que, por su lado, se llenan la boca presumiendo “logros” ficticios, que ni en la más calenturienta imaginación tienen asidero en la realidad.
“No sé qué tendrá que pasar para que alguien haga algo. No sé a quién dirigirme, o la persona que pueda atendernos. Exijo justicia. La vida de mi hijo no puede quedar así en manos de esos malandros. Me siento indefenso, porque soy muy fácil de localizar.
No me da miedo morir, pero me gustaría morir por una causa que en verdad valga la pena, no en manos de esa gente sin escrúpulos, ambiciosa o maldita”, expresó Carlos Hernández Marín antes de llevar a su hijo a enterrar.
Los agravios de este sexenio a la sociedad veracruzana, además de mortales, son imperdonables.
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