Por Aurelio Contreras Moreno
En la ortodoxia de la política mexicana, al llegar a su penúltimo informe de labores, el poder de los gobernantes de este país llega a su punto de quiebre.
Es el final no escrito del periodo en el que el mandatario en cuestión, llámese presidente de la República, gobernador e incluso los alcaldes, es la figura principal del firmamento de la política de la demarcación que gobierna. Después del penúltimo informe, la atención, la pleitesía, los vítores, se dirigen a los posibles aspirantes a sucederlo.
Una vez que se define a los candidatos a ocupar su lugar, el gobernante saliente se prepara para entregar las riendas de la administración pública, pues el poder ya no lo ejerce a plenitud. Hay ya otras figuras que le disputan y le roban los reflectores de los que gozó durante su mandato.
El último año es también el periodo en el que se recapitula sobre lo logrado, se compara contra lo prometido y se busca terminar hasta donde sea posible lo que queda pendiente, a la par de que se cuadran las cuentas para entregar la administración a quien venga después.
Este domingo 15 de noviembre, Javier Duarte de Ochoa entregará al Congreso del Estado su penúltimo informe de labores, para luego organizarse su propia fiesta en el velódromo de Xalapa, donde encabezará el que muy probablemente será su último acto como “jefe” de la política en el estado, si nos atenemos a los cánones que han regido este tipo de rituales a lo largo del tiempo, desde que iniciaron los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana.
Pero la circunstancia en la que llega Javier Duarte de Ochoa a su penúltimo informe de gobierno, el quinto, es totalmente diferente a la de sus antecesores. En proporciones abismales.
Duarte de Ochoa comienza la recta final de su sexenio sumido en el más profundo descrédito de que se tenga memoria de un gobernador en la historia reciente del estado de Veracruz. Desprestigiado dentro y fuera de la entidad, muy lejos está de la “plenitud del pinche poder” de la que se ufanaba hasta el final su antecesor inmediato, el hoy cuestionadísimo cónsul de México en Barcelona, Fidel Herrera Beltrán, el mentor del que reniega en público pero de cuya perniciosa influencia no pudo nunca desprenderse.
Tras cinco años de gobierno, Veracruz está hundido en la peor crisis económica, política y de seguridad de la que se tenga noticia en los últimos 50 años. Endeudado hasta el cuello por alrededor de cien mil millones de pesos; con una violencia sin control en amplias franjas de la entidad y una policía en la que se han gastado millonadas y que, según las últimas evaluaciones, tiene miles de elementos “no aptos” para el servicio; y enfrentados los grupos políticos dentro del propio partido oficial por la desenfrenada ambición del grupo gobernante en aras de perpetuarse en el gobierno. El estado es un polvorín al que sólo le hace falta una pequeña chispa para arder.
No existe en Veracruz una sola obra pública de relevancia iniciada y concluida durante lo que va del sexenio. Aún se arrastran pasivos del gobierno anterior. Y mientras no hay dinero ni para comprar papel de baño en las oficinas gubernamentales y se ordenan recortes a los salarios y prestaciones de la burocracia estatal, varios funcionarios y ex funcionarios amasaron fortunas espectaculares, monstruosas, vergonzantes. Impunes.
En lugar de que la nota dominante a unos días del “día del gobernador” sean las obras o las inversiones –inexistentes–, lo que destaca en la agenda mediática es el choque del gobierno estatal con la Universidad Veracruzana, a la que no sólo no le da la gana entregarle los recursos que le debe y le ha retenido ilegalmente, sino que la humilla, con desplantes de soberbia y abuso de poder dignos de un dictadorzuelo, no de un jefe de gobierno, de un servidor público.
A Javier Duarte ya no le dará tiempo de virar en su ruta al abismo. La condena histórica y política a su régimen no tiene marcha atrás. El suyo es un gobierno fracasado.
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