Por Aurelio Contreras Moreno
El comportamiento de la clase política mexicana en la reciente discusión sobre el Sistema Nacional Anticorrupción no debería causar asombro alguno.
Era mucho pedir a los políticos, de todos los partidos, que se comportasen de acuerdo con las exigencias de transparencia y rendición de cuentas que demanda la sociedad mexicana de la segunda década del siglo XXI.
La gran mayoría, si no es que todos, siguen anclados en un pasado en el que el servicio público y el ejercicio del poder era -sigue siendo en México, gracias a ellos- sinónimo de enriquecimiento, de privilegios, de fortunas malhabidas que alcanzan para cubrir tres generaciones o más.
Por eso no es raro que en el Senado de la República se haya impedido a toda costa que se estableciera en la ley como obligación la publicidad de las declaraciones patrimonial, fiscal y de intereses de quienes se dedican a la función pública, particularmente en ámbitos de ejercicio de gobierno.
Bajo el argumento falaz de que se les pone “en riesgo” si se dan a conocer sus bienes y recursos, los políticos frenaron lo que habría significado una cuchillada en el corazón del que sigue siendo el núcleo de todo el sistema político mexicano, al grado de considerársele como un elemento cultural sin el cual no podría funcionar: la corrupción.
Sin que sea una justificación, del PRI y del PVEM no podía esperarse otra cosa. Desde un principio se opusieron a que se le otorgara estatus de obligatoriedad a la declaración “3 de 3”. Va en contra de sus principios y razón de ser.
Lo que es verdaderamente patético es que los supuestos “paladines” de la “justicia”, legisladores del PAN, del PRD y del PT-Morena, le pusieran freno a esta iniciativa ciudadana, respaldada por cientos de miles de personas, sin siquiera asumir su postura, ausentándose o absteniéndose de votar, escudándose en farfulladas hipócritas.
Y si a nivel federal la supuesta lucha contra la corrupción es una tomada de pelo gigantesca, en el plano estatal, en la realidad veracruzana, adquiere visos de comedia del absurdo.
En su desesperación por cubrirse las espaldas y evitar ser llamado a cuentas una vez que inevitablemente entregue el poder, el todavía gobernador Javier Duarte de Ochoa arma su propio sistema estatal “anticorrupción” (no se ría) a modo, para buscar impunidad para sí y los suyos.
Además de fortalecer a “su fiscal general”, Luis Ángel Bravo Contreras, para que se mantenga en el cargo nueve años y evite que los duartistas vayan a la cárcel, Javier Duarte perfila como fiscal “anticorrupción” (que no se ría, pues) al abogado Jorge Reyes Peralta, cuyo único “merecimiento” para ocupar un cargo de esa naturaleza es haber sido defensor de oficio de todas las cruzadas y persecuciones judiciales de éste y el anterior gobierno estatal en contra de sus adversarios políticos, así como ser enemigo jurado del gobernador electo, Miguel Ángel Yunes Linares.
Por cierto, de confirmarse el arribo de Reyes Peralta, será interesante ver cómo interactúa con Luis Ángel Bravo Contreras, su superior jerárquico inmediato, y a quien en el año 2013 señaló como parte de una “cofradía” en la que participaba junto con su entonces patrón, el empresario cordobés José Abella García, y a quien repetidamente acusó de corrupción y mala reputación.
El sistema es el mismo. Y la lucha anticorrupción, una farsa grotesca.
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