Por Aurelio Contreras Moreno
La desaparición de cinco jóvenes en Tierra Blanca a manos de la policía estatal el pasado 11 de enero es la punta de una terrorífica madeja de corrupción que mantiene horrorizada a buena parte de la sociedad del estado de Veracruz.
El que el fiscal general del estado, Luis Ángel Bravo Contreras, haya admitido que los policías que detuvieron a estos jóvenes por conducir a exceso de velocidad, los habrían entregado al crimen organizado, revela que la descomposición de los cuerpos de seguridad de la entidad es profunda, de una gran magnitud que apenas hasta ahora las autoridades han comenzado a reconocer, más que nada obligadas por la circunstancias y ya en franca espiral de pérdida de poder de la administración estatal.
Como se ha documentado en varias entregas anteriores de este espacio, el involucramiento de policías estatales en hechos delictivos durante este sexenio ha sido una constante, que a pesar de estar soportada en múltiples denuncias, nunca ha sido admitida por las autoridades.
Pero desde el plagio y homicidio del cantante Gibrán Martiz hasta la represión violenta de disidentes, activistas, pensionados y periodistas por parte de policías, en abierto o encubiertos, la actuación de los cuerpos de seguridad del estado ha sido deplorable, criminal, totalmente alejada de los preceptos de proteger y servir a la población.
En ese sentido, la multimillonaria inversión que ha realizado el gobierno de Javier Duarte de Ochoa durante el sexenio en materia de seguridad ha sido un absoluto desperdicio, pues la supuesta profesionalización de los cuerpos policiacos es un rotundo fracaso. Y el principal responsable de ello, junto con el gobernador, es el inamovible secretario de Seguridad Pública Arturo Bermúdez Zurita.
Para ambas autoridades, la generalización de la inseguridad y la violencia delincuencial por todo el territorio veracruzano no son un problema. Apenas hace unas semanas, durante su comparecencia para la glosa del quinto informe de gobierno, Arturo Bermúdez se ufanaba de haber “reducido” los índices delictivos en la entidad y de haber dotado a Veracruz de una “policía confiable”.
Tan confiable, que apenas en noviembre pasado se dio a conocer que tres mil 937 elementos policiacos reprobaron sus exámenes de control y confianza, por lo cual fueron dados de baja de las corporaciones a las que pertenecían. ¿Y sabe a dónde fueron a parar para “prestar sus servicios” los policías despedidos? Exacto, con los grupos delincuenciales con los que de por sí ya “trabajaban”.
Tan solo este fin de semana se registraron múltiples hechos violentos en diferentes puntos del estado. Asaltos a mano armada en autopista en la zona Córdoba-Orizaba, homicidios en Xalapa, “levantones” en la zona sur. Todo en medio de la impunidad por todos padecida en este sexenio que marcha lentamente hacia su final, en una dolorosa agonía para un estado herido.
La inseguridad y la incapacidad –cuando no abierta complicidad– de las autoridades estatales para hacerle frente ha provocado que Veracruz se encuentre, sin temor a exagerar, en medio de una emergencia que no se va resolver a menos que se tomen las medidas pertinentes, que deberían comenzar por la remoción de Arturo Bermúdez como titular de la Secretaría de Seguridad Pública, pero que indudablemente deben ser más profundas, hasta llegar a la raíz de un problema endémico.
En octubre de 2014, al poner en funciones a la Fuerza Civil de Veracruz, el gobernador Javier Duarte de Ochoa declaró que “la seguridad será el mayor legado de mi gobierno”.
Y sin duda lo será. Pero en un sentido totalmente inverso al del triunfalismo de esos días.
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