Por Aurelio Contreras Moreno
Hace exactamente 40 años, el entonces presidente de México, José López Portillo, anunció con aires triunfalistas que teníamos que “acostumbrarnos a administrar la abundancia”, luego del descubrimiento de los millonarios yacimientos de petróleo en la llamada Sonda de Campeche, que convirtieron al país, en aquella época, en el primer exportador de crudo mundial, al nivel de las naciones árabes.
Cuatro décadas y un sinfín de excesos y corruptelas después, su lejano sucesor en el cargo, Enrique Peña Nieto, afirmó que “la gallina de los huevos de oro se nos fue secando, se nos fue acabando”, para anunciar, tácitamente, el fin de la era petrolera de México, en medio de una crisis económica y social que mantiene seriamente tambaleante a su gobierno.
Aunque quizás la intención de Peña Nieto no era anunciar eso, en los hechos eso fue lo que hizo para intentar justificar la liberación de los precios de los combustibles, que se dispararon a inicios de este año y que a partir de febrero fluctuarán de acuerdo con lo que marque el mercado todos los días.
Dicen los analistas financieros y la misma Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que al gobierno mexicano no sólo no le quedaba de otra que dejar de subsidiar los combustibles, sino que debió haberlo hecho desde hace unos diez años. Seguramente, bajo las reglas del libre mercado y la economía globalizada, esto es verdad.
Sin embargo, desde hace al menos 30 años, los sucesivos gobiernos de este país han querido montar a México en un modelo económico que es completamente ajeno a su realidad, encareciendo productos y servicios en donde existen enormes franjas de pobreza extrema, de desigualdad, hambre e injusticia.
El verdadero problema no es que se hayan agotado las reservas petroleras que parecía imposible terminárselas hace 40 años, sino que en ese tiempo no se hizo nada porque las brechas de desigualdad se hicieran más cortas, ni se preparó la economía nacional para la vida después del petróleo.
Tras el boom petrolero de los 70, el país se abandonó a una orgía de dinero fácil que se acumuló en muy pocas manos, y se sometió a la economía nacional a la dictadura de los precios del crudo, que bien pronto comenzaría a cobrar las facturas de la desmesura y el derroche.
La extinción natural de las reservas petroleras –que como se nos enseña en la primaria es un recurso natural no renovable- se sabía desde hace varios años. Y la “gran solución” propuesta desde hace al menos tres gobiernos y lograda por el actual, era la reforma energética que abrió la competencia a la inversión privada. Falacia que ha terminado de caer por su propio peso.
El fracaso de la reforma energética es palpable, no sólo por el tema de los precios de los combustibles, sino porque ni siquiera se ha logrado atraer la inversión privada esperada. Los complejos industriales de Petróleos Mexicanos envejecen sin el mantenimiento adecuado, provocando accidentes fatales, y los trabajadores petroleros son echados a la calle, mientras sus líderes sindicales viven como jeques árabes gracias a la corrupción y al poder político que los ha protegido todo este tiempo.
Se nos acabó la gallina de los huevos de oro, dijo Enrique Peña Nieto. Lo que no dice es que a esa gallina la mataron, y los huevos, se los robaron.
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