Javier Peñalosa Castro
Este 2017 empezó como todos los años, con los mejores deseos hacia nuestros amigos, vecinos, conciudadanos y paisanos. Sin embargo, los hechos y dichos de quienes deberían gobernar el País sólo han logrado provocar una ola de descontento que amenaza con generalizarse e ir a mayores.
La primera señal de que la economía estaba es serios problemas fue el inusualmente “generoso” aumento a los salarios mínimos, que tuvieron un ajuste de 10 por ciento, para pasar de alrededor de 73 a unos 80 pesos diarios, cuando la norma era autorizar alzas ridículas que durante años fueron pulverizando el poder adquisitivo del salario de los trabajadores.
A este sospechoso movimiento siguió el infame aumento al precio de las gasolinas y el diésel, el cual provocó episodios que fueron del enojo a la franca ira y a connatos de violencia que en algunos casos se expresaron en actos vandálicos y de saqueo a establecimientos mercantiles al amparo de la masa.
Los aumentos al microsalario y a los combustibles se dan en el marco de ¿un prolongado estancamiento económico, con tasas de crecimiento raquíticas, fuentes de trabajo cada vez más mal pagadas, inseguras, sin cobertura en aspectos tan importantes como la salud y las pensiones, y prácticamente nulos estímulos para los micro empresarios, en tanto que los pequeños y medianos emprendedores deben cumplir una serie interminable de requisitos para poder funcionar, y muchos de ellos terminan por cerrar, pues poco o nada es lo que aspiran a recibir a cambio de su trabajo, de arriesgar su capital, su tiempo y su talento.
Lo grave es que, “aguantador” como es, el pueblo mexicano empieza a mostrar signos de hartazgo que bien pueden evolucionar hacia brotes o, peor aún, estallidos de violencia que finalmente a nadie benefician.
El peso, en caída libre
Uno de los fundamentos de la supuesta estabilidad macroeconómica pregonada por los gobiernos “neoliberales” es la fortaleza de la moneda. Ésta, durante la “docena trágica” de los gobiernos de Fox y Calderón se mantuvo en buena medida porque el precio del barril de crudo llegó a superar los 100 dólares, en tanto que las exportaciones petroleras tuvieron un nivel aceptable pese a un manejo miope y mezquino de la economía, con aspiraciones de maquiladores, propensión a la exportación de mano de obra y nula inversión en educación, desarrollo científico y tecnológico.
Así, al inicio del sexenio foxista el dólar se compraba en poco menos de 9 pesos con 50 centavos y Calderón entregó la banda a Peña Nieto con un tipo de cambio de 13 pesos con 50 centavos. En poco más de cuatro años de un desastroso manejo económico, el tipo de cambio del dólar roza los 22 pesos.
Por supuesto, tanto el aumento de precios a las gasolinas como la devaluación son factores altamente inflacionarios, con lo que otra de las variables de la llamada estabilidad macroeconómica está fuera de control y en riesgo de desbocarse.
Una más es el equilibrio en el gasto público, que no se ha dado. Por el contrario, el endeudamiento para cubrir el creciente déficit está llegando a cifras que alarman a las llamadas calificadoras de riesgo crediticio y que no tardan en traducirse en mayores tasas de interés y otras limitantes al financiamiento externo, en tanto que el endeudamiento interno también es preocupante.
De una excusa a otra
En 2012 la promesa del sexenio fue concretar las llamadas Reformas Estructurales. En el papel, éstas fueron aprobadas por el Congreso y recibieron el espaldarazo de los partidos que firmaron el “Pacto por México”. La oferta fue que los resultados comenzarían a apreciarse en el mediano plazo. Sin embargo, a casi cuatro años de distancia la situación económica de la mayoría de la población no ha hecho más que empeorar y no se vislumbran en el horizonte señales que prometan una mejoría dentro de plazos razonables.
En el camino, se ha desmantelado lo que quedaba de Pemex, se ha concesionado la explotación de yacimientos, y lo peor es que no se percibe algún beneficio claro como resultado de ello.
El valiente vive hasta que el cobarde quiere
En este entorno, hacia finales del año pasado, a instancias del otrora secretario de Hacienda, Luis Videgaray, se hizo una invitación al entonces candidato del Partido Republicano a la Presidencia de Estados Unidos, Donald Trump —al margen de los más elementales preceptos de la tradición diplomática mexicana— para que visitara al presidente mexicano en funciones.
Este despropósito mereció la censura de propios y extraños, y el precio que hubo que pagar incluyó la renuncia de Videgaray… Sólo para reinstalarlo en el gabinete unas semanas después y mantener viva su esperanza de competir por la Presidencia en el proceso sucesorio que arrancará hacia el tercer trimestre de este año.
La nueva encomienda de Videgaray es negociar con el gobierno del rijoso Donald Trump quien, aun antes de asumir la Presidencia de Estados Unidos, y mediante el chantaje y la amenaza, logró hacer que la automotriz Ford deshiciera sus planes de invertir en la construcción de una planta en San Luis Potosí y advirtió que ese era sólo en principio, pues está decidido a evitar que capitales productivos de aquel país se inviertan aquí.
Habrá que ver si estaremos a la altura de las circunstancias y si se permite al calificado y brillante cuerpo diplomático de nuestro país manejar estos asuntos como marca la experiencia: sin miedo, con imaginación y en estricto apego a los principios que alguna vez hicieron que se respetara a México en todo el mundo.
Por lo pronto, nada indica que existan los dos factores de los que los viejos políticos mexicanos tanto presumían: rumbo y mando.