Luis Farías Mackey
Salvación o salvador, tal es la cuestión.
La primera es una acción: “acción y efecto de salvar o salvarse”; en tanto que el segundo es un sujeto: “quien salva”. Una se mide por sus contenidos, propósitos y resultados; otro por las características personales del actor; siempre subjetivas y de percepción.
Pues bien, salvación o salvador es la disyuntiva. No de ahora: hasta los albores de las civilizaciones prehispánicas podemos rastrear la preminencia del sujeto por sobre la acción.
Atávicos, hoy —2022—, buscamos a quién necesitamos, no qué queremos.
Necesitar y querer no son lo mismo: quien necesita juega un papel pasivo y de dependencia; quien desea asume una actitud libre, proactiva y madura: decide. El primero padece, el segundo actúa.
De hecho, el hombre entra al mundo sólo cuando actúa. Para San Agustín, el hombre fue creado para iniciar algo (accionar). Con el hombre llegó al mundo “el comienzo”, y todo comienzo es espontaneidad y, por ende, algo imprevisible y, por ende, plural. Cuando se suprime la espontaneidad se uniforma en rebaño. Lo primero que se hace es vestir a todos monótonamente —chalecos guindas—, para suprimir individualidades e identidades diversas; el Gabinete, por ejemplo, no es uno de virtuosos de personalidad destacada, sino un mogote de mediocridades indiscriminadas. Luego se uniforma en ignorancia, dogma, sometimiento —dependencia— y temor. Para Hobbes, la pérdida de espontaneidad es una especie de castración, toda vez que el obstáculo (control) al poder no es algo material, ni está en la naturaleza, es esencialmente político y entre los hombres.
Nuestros pensamientos son nuestros, porque solo podemos pensar en solitario, dice Arendt, pero nuestras acciones son siempre políticas, porque solo podemos actuar en sociedad. Es por ello que la política es discurso y acción: es verbo que hace palabra del pensamiento y comunica, delibera y acuerda; y es acción, que forja en “hechos” la libertad expresada en espontaneidad y pluralidad (polis).
Y ahí radica el abismo entre salvador y salvación. En el primero la centralidad está en la individualidad del sujeto encargado de salvar a todos, en su exclusiva, incomunicable y sufrida (por los demás) espontaneidad. No responde a nada ni a nadie, es libérrimo y omnipotente redentor; basta que considere limpia su consciencia para solo responder ante la historia de sus fantasías. En la segunda, el eje radica en la sociedad que decide qué y cómo salvarse, y sólo lo puede hacer de común acuerdo; no por un sometimiento forzoso e intrusivo, sino libre, consciente, voluntario y en concilio. En el primer caso, la discusión es sobre quién y sus supuestos supremos atributos; en el segundo es relativa a nosotros: qué queremos, qué podemos. El salvador vende cuentas verdes, paraísos —transformaciones, les llaman hoy—, historietas y culpas. La salvación, realidades: “sangre, sudor y lágrimas”.
Una persona podrá salvar a otra u otras, pero una sociedad sólo puede salvarse a sí misma. Los salvadores de naciones no existen, la historia los desmiente en dictadores o dementes.
No hay salvaciones a la carta ni servidas a la mesa, son siempre hazañas colectivas.
Lo primero es tomar conciencia: el barco se hunde, no podemos seguir jugando póker con el agua al cuello, creyendo al capitán decir “no pasa nada” o que acusar hundimiento es “cosa de conservadores”. Lo segundo es luchar por nuestra propia existencia hasta el último aliento. La escena de la orquesta del Titanic tocando hasta perderse en la profundidad del océano es muy romántica e idílica —digna de Hollywood— pero irreal y anti natura: ¡ni el rebaño permanece impertérrito cuando los primeros borregos empiezan a desbarrancarse!
Ésa y no otra es la realidad de México hoy: un barco a pique, más de media nave está ya sumergida —entre muertos, enfermos, desempleados, quebrados, desaparecidos, ignorantes, “austerizados” y desengañados—, mientras los pasajeros sobrevivientes buscan en la esfera celeste quién podrá salvarlos; la tripulación levanta adoratorios a un capitán pontífice; el timón deriva a las profundidades en púlpito de sandeces; los chalecos flotadores, lanchas salvavidas y remos fueron hace tiempo incinerados en el programa de calefacción austera; los partidos tocan sus mejores vals en remembranzas de añejas miserias y el agua traga todo en la oscuridad de una Nación que se niega a salvarse jugando a las corcholatas.
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