Por David Martín del Campo
El problema es, como siempre, de corrección política. ¿Cómo llamar a las cosas por su nombre, su nombre primigenio ausente de las convenciones modernas de transigencia e inclusión? O sea, ¿no es Nigeria el país del río Níger, el territorio de las personas negras (nigra, nigrum) según los latinos? O qué, ¿habría que llamarlos afro-africanos?
Sirva este prolegómeno para referir la guerra del momento, declarada unilateralmente el pasado 7 de octubre por las milicias de Hamas (asentadas en la franja de Gaza) contra el estado de Israel.
Llamar a las cosas por su nombre. Lo que vimos aquella tarde en los noticiarios no fue más que eso, una ofensiva militar-terrorista contra los pobladores israelitas en el norte del Sinaí. Se habla de 900 muertos en el ataque, población inerme en su mayoría, muchos de ellos jóvenes que participaban –lo que son las cosas– en un festival por la paz.
“Daño ocasionado con violencia y crueldad provocado por un sentimiento de odio”; tal es la definición que mi diccionario ofrece al concepto en cuestión. Saña, porque no otra explicación es la que cabe al recordar ese inopinado ataque, no ausente de eso que los clásicos marxistas se dieron en denominar “odio de clase”.
Matar por matar, no como en la guerra, cuyo propósito llano es “eliminar al enemigo”. Y como bien lo señalaba el teórico de las academias militares, Carl von Clausewitz, la guerra no es “sino la continuación de la política por otros medios”. Así que lo que estamos viendo no es una agresión, un estado de violencia, una diferencia étnico-religiosa, no. Lo que presenciamos desde hace una semana es una nueva guerra, que se suma a la de Ucrania, no lejos de ahí.
Tratemos de ser realistas. ¿Qué esperaban los dirigentes de Hamas al lanzar ese ataque sorpresivo? Desde luego que no la reconciliación entre israelitas y palestinos, mucho menos la pacificación definitiva del Medio Oriente. El propósito de la agresión era más o menos el que estamos presenciando: la reacción militar de Israel contra las bases estratégicas de Hamas en el norte de Gaza. No se olvide que, además del asalto militar perpetrado por las tropas yihadistas, hubo un bombardeo de misiles lanzados desde la Franja (se calcula que más de 3 mil) contra el territorio de Israel, de los cuales fueron eliminados el 90 por ciento gracias al “domo de hierro” implementado por el alto mando en Tel Aviv.
Ahora se habla de la “crisis humanitaria” que se está viviendo en la región. Sin pecar de cinismo, es de obviedad extrema considerar que una guerra no sirva más que para eso (la eliminación del enemigo) y no una ingenua e indeseada “crisis” de carácter humanitario.
La reacción militar de Israel ha sido la esperada… y que los dirigentes de Hamás quisieran ver transformada en la simiente de una generación (otra) de resentimiento y odio contra la nación judía. Tirria, saña, odio, que suponen será la base de un gran conflicto regional para exterminar al estado de Israel.
Errico Malatesta, el teórico del neo-anarquismo, hablaba del asunto al defender que su movimiento no era, como se creía, una corriente revolucionaria “de gente caótica, destructora, llena de odio”.
El odio (la saña), aseguraba él, “trae la venganza, el deseo de aplastar al enemigo, la necesidad de consolidar la superioridad. El odio sólo puede ser la base de los nuevos gobiernos (burgueses)…”
¿Queda claro? Así que hablar de humanismo a secas, de solución pacífica de los conflictos, del apotegma de Benito Juárez y de que “la paz del Señor sea con vosotros” está muy bien para la homilía, las declaraciones públicas y el foro televisado, pero cuando cientos de misiles Quassam se precipitan sobre tu cabeza, o los terroristas asaltan tu comunidad a tiros de Kalashinikov, ¿qué frase de bondad será la que debamos anteponerles?
Saña, odio de clase, abominación del que vive en la acera de enfrente. Así inició el movimiento del nacional-socialismo encabezado por el Führer en la Alemania de 1934 que pretendió arrasar al pueblo judío, aunque sólo pudo liquidar a 6 millones de ellos.
Revivir la historia, pareciera ser la consigna de hoy.