CUENTO
Juan Collí y Pedro Pech siempre habían sido muy buenos amigos. Ambos ejercían la misma profesión: la albañilería. Y los dos amaban mucho lo que hacían, a pesar de no gozar de una buena remuneración por sus arduos trabajos.
Todas las mañanas, muy temprano, les tocaba salir de su pueblo rumbo a la ciudad capital. Subidos dentro de la caja de una camioneta, junto con otros más, estos dos albañiles eran transportados como animales hasta sus lugares de trabajo.
El sol de Yucatán parece calentar más fuerte que en todos los demás lugares del mundo. Y bajo este mismo sol abrazador era que Juan Collí y Pedro Pech tenían que trabajar todos los días. Sus pieles, de por sí ya muy morenas, parecían no sufrir ya por aquellos rayos tan intensos que directamente les caía sobre sus espaldas desnudas.
Ahora, trabajando sobre el techo de una casa de dos pisos, escuchaban cumbias yucatecas en un teléfono celular. Tan acostumbrados estaban ya a este tipo de alturas, que ninguno de los dos sentía miedo ya de irse a caer por las orillas. Inclinados como estaban, ninguno sentía vértigo.
Más tarde, cuando la hora para tomar descanso llegó, los dos amigos descendieron. La construcción era una cas enorme, que pertenecía a un hombre rico de Mérida. Ajenos a todas las cosas referentes a clases sociales, los dos albañiles nunca se habían puesto a pensar en el dueño de esta casa. Tal vez y todo se debía a que sus trabajos no consistía en “pensar”, sino que en construir. Construir con sus manos, sin importar a quién.
Instantes después, cuando Juan Collí ya había acercado dos bloques de cemento, en el mismo lugar de siempre, le dijo a su amigo que ahora hiciera él su parte. Éste le obedeció. Sus manos callosas enseguida se pusieron a sacar las viandas para así irlas colocándolas sobre la mesa improvisada con un pedazo de madera lisa.
“No sé por qué”, dijo Juan Collí, después de unos bocados, “pero hoy como que el frijol colado sabe más rico que otras veces”. Pedro Pech rió al escucharlo. “No sé por qué”, repitió, a manera de broma, mientras le extendía a su compañero el plato, “pero como que hoy este huevo frito ya me hartó”. Los dos entonces rieron.
Al acabar sus almuerzos, los dos amigos fueron hacia un tinaco para refrescarse un poco. El tinaco de cemento, gracias a que se encontraba bajo la sombra de un árbol, mantenía muy fría el agua. “¡Qué buena está!”, exclamó Pedro Pech al echarse el líquido sobre su cara. Su compañero, aparte de su cara, también se mojó el pelo.
Una vez ya refrescados, los dos amigos decidieron acostarse un rato para que así sus comidas hicieran digestión un poco. Eran más de la una de la tarde. Colocando sobre la tierra sendos pedazos de cartón, acostaron así sus cuerpos. Arriba; los bloques desnudos todavía, quedaron frente a sus ojos.
“¿Estás durmiendo?”, preguntó después de un rato Pedro Pech a su compañero. Éste no le respondió. Por lo visto era de sueño muy fácil. Pedro Pech entonces volvió a colocar su cabeza sobre el cartón, y así se quedó: mirando el techo con sus vigas que lo sostenían.
“¡Oye! ¡¿Qué rayos estás haciendo?!”, profirió Juan Collí. Se le notaba muy molesto. Su compañero lo había despertado. Pedro Pech, al ver que su amigo dormía profundamente, se había puesto a acariciarle su entrepierna. “Perdón, ¡perdón!”, dijo este último, al tiempo que se levantaba muy rápido. Juan Collí, mirándose la bragueta, seguía estando pasmado ante lo ocurrido.
Ese día, durante el resto de la jornada, ninguno de los dos volvió a dirigirse la palabra. Y como ambos tenían sus trabajos asignados, pues no había la necesidad de comunicación. Juan Collí trabajaba por su lado, y su compañero y amigo también.
La radio en el celular de Juan Collí siguió sonando, hasta que dieron las cuatro y media. Finalmente la hora para dejar de trabajar había llegado. Pedro Pech, luego de ver a su compañero descender del techo, hizo lo mismo. Con toda su persona llena de vergüenza se dispuso a limpiar sus herramientas. Juan Collí hacía ya lo propio con sus cosas.
“Oye, amigo”, dijo Juan Collí, mientras esperaba a que la camioneta viniera a buscarlos. Sabiendo, o más bien intuyendo lo que su amigo debía de estar temiendo, quiso tranquilizarlo, diciéndole lo siguiente: “Lo que sucedió hoy, nadie más tiene por qué saberlo”. “Por mi parte, te prometo que no he de contárselo a nadie…” Pedro Pech permanecía con su cabeza agachada. Parado contra una barda, no se atrevió a responderle nada a su compañero.
“¡Hey!”, lo reprimió Juan Collí. “¿Acaso escuchaste lo que te dije?” Al decir “hey”, había apretado con su mano áspera el brazo de su amigo. Pedro Pech, en ese mismo instante, sintió un escalofrió recorrerle todo el cuerpo. En su interior solamente él sabía lo mucho que le gustaba mucho su compañero. Al no poder confesárselo, sufría como un desgraciado.
Al final, cuando la camioneta llegó, los dos albañiles se subieron a ella. Sus demás compañeros los empezaron a saludar, mientras buscaban hacerse un espacio entre ellos todos. Después, estando ya acomodados, uno de tantos le gritó al chofer “Dale”. La camioneta entonces empezó a avanzar.
Esta vez, Pedro Pech se mantuvo callado ¡todo el viaje! Casi nadie lo notó extraño, ya que recientemente su mujer había fallecido. Así que era algo más que lógico que ahora no quisiera hablar. Todos creían que lo mejor era no molestarlo, incluyéndolo en el juego de bromas que siempre acostumbraban hacerse entre ellos todos.
A la mañana siguiente, cuando la camioneta pasó a buscarlos en el mismo sitio de todos los días, Pedro Pech fue el único albañil que no se había presentado. Su amigo, al percatarse de su ausencia, no sabía qué hacer. Ahora, estando entre todos sus compañeros, le costaba un poco fingir que no sabía nada al respecto. “Pedro Pech ¡es maricón! Ayer, mientras estábamos descansando ¡me tocó aquí!”…
¡No! ¡De ninguna manera iba a contárselos! Porque sabía que, maricón o no, Pedro Pech siempre había sido su mejor amigo. Así que, al pensar en todo esto, se dio cuenta de que necesitaba decírselo a él. Pero, ¿dónde podría encontrarlo ahora? ¿Estaría acaso en su casa? Imposible. Juan Collí lo conocía de sobra. Sabía que Pedro Pech, apenas dar las cinco, salía de su casa para ir al cementerio a llevarle flores a su difunta esposa. Y solamente regresaba cuando daba la hora para irse a trabajar: las seis. Pero ahora, ya eran más de las seis y… ¿estaría en su casa? Necesitaba ir y averiguarlo.
Entonces fue y le anunció al jefe de albañiles que por hoy no iría a trabajar. Le dolía mucho tener que perder el día, pero no había otra alternativa. Ya después trabajaría doble turno para recuperarlo. Luego de despedirse de sus compañeros, Juan Collí se fue andando hasta la casa de su amigo.
Pedro Pech tenía ahora cuarenta años. Su esposa y él no habían tenido hijos. Juan Collí pensaba que, de haberlos ellos tenido, él de buena gana habría aceptado ser el padrino de sus bautizos. Pero un cáncer de útero le había quitado a su esposa la vida, así como también todos sus planes a futuro.
Después de un rato Juan Collí llegaba hasta la casa de su amigo. Ésta era una pieza pequeña, dividida en pequeños espacios. Era el típico modelo de casitas de la gente pobre de Yucatán. Su puerta, de color blanco, lucía ya muy vieja. En las partes bajas la madera ya no tenía pintura.
Juan Collí golpeó para llamar. Al ver que su amigo no salía, quiso echar una mirada por la ventana. Pero ésta tenía una tela a manera de cortina, la cual le impidió ver si su amigo estaba adentro durmiendo. “¡Pedro!”, lo llamó de nuevo. “¿Dónde andará?”, se preguntó. “Ya son más de las ocho”, observó en la pantalla de su teléfono celular. Al mirar hacia ambos lados de la calle, no se le ocurría donde más poder irlo a buscar.
“¡Ya sé!”, exclamó después de rebuscar en su mente. “Seguramente que ha de estar…” Y ya no dijo más. Porque sentía tener la certeza del lugar donde ahora su amigo podía encontrarse. Y para allá dirigió sus pasos. Necesitaba llegar hasta él para pedirle una disculpa por su reacción tan brusca. No quería estar distanciado de él por algo así. “Una caricia entre la pierna”, pensaba. Juan Collí necesitaba preguntarle a su amigo si de verdad era homosexual, o simplemente le había jugado una broma de mal gusto.
Al llegar al lugar, una casa abandonada y a medio construir, Juan Collí no se detuvo para llamar a su amigo, sino que solamente siguió andando. La casa se encontraba apartada varios metros de la calle. Tal vez y su antiguo dueño la había construido así para luego poder tener suficiente lugar para su jardín.
Juan Collí estaba muy seguro de que su amigo se encontraba en uno de aquellos cuartos, tomando sus cervezas para aligerar su pesar. Lo conocía de sobra. Cada vez que algo malo le sucedía, Pedro Pech siempre acudía a este escondite. Y ahora, además de tener un motivo muy grande para emborracharse, seguramente que también estaría sintiendo una vergüenza horrible.
“Pedro, ¡amigo!”, lo llamó Juan collí apenas verlo. Aquel se encontraba tirado en el suelo. Su ropa estaba muy sucia. Al acercársele, notó el tufo de su aliento. “¿Amigo, desde cuándo has estado tomando?”, le preguntó. Pero el otro, de tan borracho que estaba, no pareció entender la pregunta.
Un rato después, Pedro Pech descansaba en su hamaca. Posteriormente, cuando la borrachera se le bajó un poco, y cuando se despertó, lo primero que hizo fue preguntarle a su amigo qué por qué hoy no había ido a trabajar. Juan Collí le contó el motivo. Después de decírselo todo, también le pidió una disculpa.
Más tarde, cuando Pedro Pech ya se había dado un baño, al regresar donde su amigo estaba, se sentó junto a él. El sofá de color verde, viejo ya por los años, todavía se sentía muy cómodo. “¿Quieres algo para tomar?”, preguntó Pedro Pech a su amigo. “Un whisky”, bromeó éste, sabiendo lo pobres que eran. Después añadió: “Un poco de agua me vendría muy bien”. Pedro Pech se levantó y fue a su cocinita -aquel cuarto igual de pequeño que el baño y la sala -a buscar el líquido.
Cuando regresó, en vez de sentarse junto a su amigo, jaló una silla de madera que tenía cerca, y entonces se sentó frente a él.
“Necesito contártelo todo”, le dijo. Su rostro denotaba mucha seriedad, al igual que algo de confusión. “Te escucho”, respondió Juan Collí, después de darle un sorbo a su vaso.
“…Siempre me has gustado”, confesó al fin Pedro Pech. “¿Cómo es eso?”, preguntó Juan Collí. “¡Explícame!”, pidió a su amigo. Éste, levantándose un poco de su silla, acercó su rostro hasta el suyo. Al quedar así de cerca, le preguntó: “¿De verdad quieres que lo haga?” Juan Collí, mirándolo con nerviosismo, le respondió que sí. Pedro Pech entonces, sin darle tiempo para reaccionar, de manera muy rápida acercó su rostro al de su amigo. A continuación, sujetando con su mano la parte de atrás de su cabeza, le estampó un beso sobre sus labios. Juan Collí, en un primer instante quiso zafarse, pero… luego, sintiendo que aquello no le sabía tan repugnante como él siempre lo había creído, se dejó seguir besando por su amigo y compañero albañil…
FIN.
Anthony Smart
Junio/29/2019