CUENTO
-Si tan solo pudiese tener mucho dinero -suspiró el hombre mientras araba su tierra. ¿Qué lo que haría? -se preguntó luego. De repente se había detenido para poder reflexionar más claramente. Estaba descalzo. La tierra húmeda y roja se le metía por los dedos de sus pies. Su pantalón lo llevaba doblado hasta la mitad de sus piernas. El palo de su azada le llegaba justo en su barbilla. Aprovechando esto, él enseguida colocó su mentón para descansarlo sobre la madera.
Pasaba su mirada por todo su terreno, y por las demás parcelas a su alrededor. Muy a lo lejos podían verse unos cerros, una cordillera que se extendía hasta donde sus ojos no alcanzaban ya a ver. “Eso que ves ahí, es el infinito”, le explicaba siempre a su hijito.
Era sábado, pero esta vez él no había querido traer a su vástago. Pensó que el niño se merecía un descanso. Aparte de ser un buen hijo, también era un buen estudiante. El niño tenía solamente diez años. “Hijo. Quiero que estudies. La vida del campo es muy difícil”.
-¿Otra vez estás soñando despierto, Juancho?
-No, no -enseguida trató de justificarse el hombre-. Solamente estaba…
-¡Ya!, hombre. ¡Sólo estaba bromeando! -replicó el otro para tranquilizarlo.
-Oiga, compadre…
-Te escucho, Juancho. Dime. -Ahora ellos dos se encontraban sentados bajo la sombra de un árbol cerca de un tinaco. Era la hora para descansar un poco, y también para tomar pozole. Serafín, que así es como se llamaba el compadre de Juancho, preparaba su pozole. Los dos eran tan pobres que solamente tenían una tasa, así que siempre tenían que compartirla.
Al terminar de preparar su bebida, Serafín enseguida lo empezó a tomar. Y en menos de dos minutos vació la taza por completo. Entonces se levantó. Fue y metió la taza en el tinaco. La enjuagó. Derramó el agua y nuevamente la volvió a meter en el tinaco. Entonces regresó a su lugar. Juancho alargó su brazo para agarrar la taza que su compadre le ofrecía.
Juancho sacó su pozole de su jupa. Luego de meter la masa en la taza, se puso a triturarlo igual que su compadre.
-¿En qué estabas pensando hace rato, Juancho? -quiso saber su Serafín.
-En nada, compadre.
-Dime la verdad, Juancho. ¡Pero si hasta ni siquiera me viste venir!- observó el otro.
-No estaba pensando en nada, ¡te lo juro!
-Te conozco… Juancho. -Serafín lo escudriñaba con la mirada-. ¡Algo te traes! Ya, ¡dime de qué se trata! -Juancho, al escuchar la insistencia de su compadre, finalmente contestó.
-Está bien. ¡Te lo diré! Pero antes prométeme que no te reirás.
-¡Palabra! -dijo Serafín-. ¡Te doy mi palabra de que no lo haré!
Juancho volvió a darle otro sorbo a su taza, luego lo asentó en la tierra. Se lamió los dedos para quitarse los residuos de sal que tenía. Luego entonces empezó a decir:
-Hace rato, mientras araba la tierra, me pareció ver un brillo.
-¿De verdad?
-Sí, de verdad.
-Y luego ¿qué? -preguntó su compadre-. ¿Qué sucedió?
-Pues ya sabes. -Juancho parecía un poco apenado por estar relatando todo aquello-. Al ver aquel brillo, instintivamente pensé en algo.
-¿En qué? -Serafín se limpiaba los dientes con un palito que hierba.
-¡Pues en qué más va a ser! Creí que… que podría ser oro. -Al escucharlo decir esto, Serafín empezó a carcajearse, muy fuertemente.
-¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Sabía que te reirías de mí! -objetó con voz lastimera el pobre de Juancho.
-Ay, compadre -empezó por defenderse el otro-. ¡Pues cómo no voy a hacerlo, si lo que me has contado es pura vil fantasía! ¿Oro por estas tierras? Ja ja ja. -Serafín bajó la mirada. Estaba muy desilusionado. Lo que su compadre decía era cierto. ¿Cómo se le había ocurrido pensar semejante tontería?
-Tienes toda la razón, Serafín. Es sólo que últimamente ¡no puedo dormir!
-Pos a mí me pasa igual, Juancho. ¡Pero qué le vamos a hacer! La tierra apenas y da para comer y…, y pos para el gobierno simplemente no existimos. Nunca nos ayudarán de verdad… Para ellos solamente somos campesinos pobres y indígenas. -Juancho, que tenía un poco más de conocimiento, trató de corregirlo:
-Serafín. Se dice e y, no y i.
-¿Cómo?
-Nada. ¡Olvídalo!
Juancho siguió tomando su pozole. Cuando terminó también se levantó para lavar la taza. Luego la volvió a llenar de agua limpia. Tomó un poco del líquido y se enjuagó la boca.
-¿Tú no tomas? -preguntó a su compadre. Éste le contestó que ya lo había hecho.
Instantes después, cuando los dos regresaban a sus respectivas faenas, Serafín preguntó:
-Oiga compadre. ¿Dónde dices que viste ese brillo? -Juancho apuntó con su dedo el lugar donde había dejado clavada su azada. “Ahí”.
-Ah, no me digas. Pos vayamos a mirar un poco, ¿no? -Juancho movió los hombros, como queriendo decir que ya no importaba.
Al llegar al lugar indicado, Juancho empezó a pasar su mirada por donde ya había arado. Toda la tierra se veía igualita. Así que esto le dificultó un poco recordar el punto exacto donde había visto aquel brillo. En su rostro se empezó a dibujar signos de preocupación. Serafín, que no había dejado de mirarlo, dijo:
-Si no te acuerdas donde es, no hay problema. Será mejor que regrese a terminar de sembrar, antes de que caliente más el sol. -Eran las once de la mañana todavía. Juancho no contestó nada. Solamente se dedicó a seguir pasando su azada por aquí por allá. Su compadre se alejaba. “¿Será que lo imaginé?”, se preguntaba Juancho, mientras buscaba con su azada. Y justo cuando estaba a punto de dejar de buscar, sus ojos volvieron a ver aquel brillo.
-¡Aquí! ¡Aquí está! -gritó. Su corazón se le agitó por la emoción del descubrimiento. “¡Aquí está!” Serafín, que ya se había alejado un buen tramo, no lo escuchó. Juancho gritó más alto, y entonces sí, su compadre sí lo escuchó. Éste entonces se detuvo. Luego de voltear a ver hacia donde Juancho estaba, regresó corriendo hasta él. Mientras tanto Juancho no dejaba de gritar lo mismo: “¡Aquí está!, ¡aquí está!”
-¿Dónde? ¡¿Dónde?! -preguntó Serafín, al estar a un metro de su compadre.
-¡Aquí! ¿Lo ves? -contestó Juancho al pasar muy suavemente su arado sobre el sitio de donde brotaba el brillo.
-Ah, ¡sí! ¡Ya lo vi! -exclamó Serafín, para rápidamente ponerse de rodillas.
Juancho también se hincó sobre la tierra, luego se puso a escarbar con sus dos manos. Unos instantes después, sus manos finalmente descubrieron algo.
-¡Con que sólo era esto! -soltó Serafín al mirar el pedazo de metal. Juancho, que ya había agarrado aquel pedazo de lámina, no se conformó con lo que veía. Entonces lo miró por ambos lados, muy despacio.
-Sí. ¡Sólo es un pedazo de metal! -dijo cuando por fin estuvo convencido. Aparte de estar desilusionado, también se sentía abatido.
-Será mejor que te apresures -dijo Serafín a su compadre, mientras se ponía de pie. Juancho parecía no querer abandonar ese lugar-. Todavía te falta un buen tanto por arar.
Después, cuando Juancho finalmente se puso de pie, antes de alejarse de ese lugar, alzó su azada… y luego lo estrelló justo donde antes había estado el pedazo de metal. Sus manos entonces cimbraron por el golpe. “Ha tocado una piedra”, pensó el campesino. “Será mejor que la desentierre”.
Juancho entonces otra vez se hincó. Sus manos empezaron a escarbar de nuevo. “Es más hondo de lo que parecía”, reflexionaba él cuando quitaba más y más tierra. Siguió escarbando. No quería dejar la piedra allí, porque era malo para la raíz de los elotes que pensaba sembrar. Escarbó y escarbó, hasta que por fin vio algo. “Pero si esto no es una piedra”, pensó. “¿Qué será?”, se preguntó. Al ponerse de pie, enseguida empezó a llamar a su compadre. Éste ya se había alejado más de cien metros.
-¡Serafín! ¡Serafín! -Al ver que su compadre no lo escuchaba, Juancho sacó su tira hule, le puso una piedrita y enseguida lo disparó. Atinó a darle en su espalda. Serafín se volteó para mirar. Estaba muy molesto por el golpe recibido. Juancho agitaba sus brazos en alto. Sus manos tenían agarrado algo, pero Serafín no alcanzaba a distinguir qué era. Juancho, al ver que su compadre no entendía, agarró el objeto con una sola mano, y con la otra que le quedó libre le empezó a pedir a Serafín que regresara.
-¿Y ahora qué? -se preguntó el otro, sin olvidar el golpe de la piedrita.
-¡Mira lo que encontré! -Juancho seguía agitando lo que tenía agarrado. A Serafín le faltaban unos diez metros para llegar hasta él.
-¿Un cofre? -preguntó su compadre, al llegar junto a Juancho. ¡Qué raro, ¿no?! -exclamó, cuando Juancho se lo dio para que lo mirara-. Y tiene candado.
-¿Qué crees que pueda ser? -preguntó Juancho.
-No sé -contestó Serafín-. Tendríamos que abrirlo para saberlo. ¿No crees?
-Sí, sí, pero… -Juancho estaba tan emocionado que no sabía qué decir. Su compadre entonces le dijo:
-Juancho, mira. Te diré qué es lo que haremos. Vamos a ir junto al tinaco y allí lo abriremos. Dentro de la hierba guardo un pequeño pico que tal vez nos pueda servir para romper el candado. -Juancho estaba a punto de decir algo, cuando entonces su compadre se lo impidió-. Ah, y una cosa más -Pausa-. ¡No te vayas a hacer ningún tipo de ilusiones! ¿Está claro? -Ahora parecía ser que los papeles se habían invertido. Si antes Serafín fue un tanto brusco, y Juancho el más culto, ahora ambos eran todo lo opuesto. Cada palabra que Serafín decía tenía un tono de sabio. Juancho, que parecía ya estar hipnotizado por el cofre, solamente dijo que sí, a pesar de su mente no pareció entender la petición de su compadre. Los dos entonces caminaron al lugar acordado.
-¡Está muy duro! -se quejó Juancho, después de intentar romper el candado varias veces.
-Déjame intentarlo a mí -pidió Serafín. Juancho entonces le entregó el pico. Bang, bang, lo empezó a golpear su compadre, pero el candado siguió resistiéndose. -¡No se puede romper!- se quejó él también, después de varios intentos-. Creo que lo mejor sería que rompiésemos el cofre. -Juancho dudó. No sabía si lo que su compadre decía era buena idea.
-¡De acuerdo! -contestó, después de meditarlo mucho. Serafín entonces fue y colocó el cofre de la mejor manera posible. Buscó la manera de acostar el cofre. Y para que éste no se moviese por el golpe, le puso una piedra enorme en cada lado.
-¡Listo! -dijo, y se hizo para atrás unos centímetros. Luego de calcular la distancia entre el cofre y sus brazos, alzó el pico para enseguida descargarlo sobre el objeto. Con el primer golpe recibido, el cofre solamente sufrió algunos rasguños. Al parecer era de un material muy duro. Serafín otra vez volvió a repetir todo lo anterior…, hasta que ya no fue necesario.
-¡Allí lo tienes! -anunció a su compadre, un tanto orgulloso por su logro-. Ya puedes mirar que trae adentro.
Juancho se acercó al cofre y lo levantó para mirarlo. Observó que solamente la parte donde había sido golpeado se había roto; todo el resto estaba intacto. Después de esto, pasó a mirar su interior
Pero al hacerlo se dio cuenta de que, por la falta de luz, no alcanzaba a ver nada. “Será mejor que lo coloque donde está el sol”. Pensando ya lo anterior, bajó el cofre para colocarlo donde el sol pudiese entrar. Y así fue como él logró ver por fin que un esquina del cofrecito descansaba una bolsita de color rojo. Juancho metió su mano, que apenas y cabía por la abertura, y lo agarró. Luego lo fue sacando muy lentamente, para que la bolsa no se rompiese con las orillas astilladas.
-¿Qué es? -preguntó Serafín, cuando lo vio en manos de Juancho.
-No lo sé -respondió el otro, sin dejar de palpar la bolsita-. Pero tiene algo adentro.
-¡Ábrelo! -le pidió Serafín. Juancho obedeció. La bolsita estaba amarrada con un hilo como de cáñamo.
Luego de desatarlo, miró su interior. Al hacerlo, rápidamente aventó la bolsita. Ésta fue a caer a unos dos diez metros de él.
-¿Qué? ¡Qué pasa! -pidió saber Serafín, mientras corría a recoger la bolsita. Juancho le contestó:
-Otra vez, ¡otra vez! Antes fue un solamente un pedazo de metal corriente, y ahora… -Su voz se apagó. Luego de tragar saliva, añadió-: ¡Y ahora son sólo pedacitos de cristal!
-Pedacitos ¡¿de qué?! -preguntó Serafín, confundido por el tono de voz de su amigo y compadre.
-¡Lo que oíste! -replicó Juancho, casi sollozando-. ¡Pedacitos de cristal! ¡Simples pedazos de cristal!
-Juancho, ¡pero qué bruto eres! -Serafín ya se encontraba mirando el contenido de la bolsita-. ¡Estos no son simples pedacitos de cristal!
-Ah, ¿no? ¡Y entonces qué son! – A Juancho ya hasta casi se le salían las lágrimas por la decepción.
-Son diamantes, ¡bruto! ¡DIA…MAN…TES!
-¿Diamantes? ¿Y tú ¡cómo lo sabes!?
-Porque los he visto en una película. -El tono de voz de Serafín era de orgullo-. Tal vez y tú leas mucho, pero yo veo muchas películas. Lo que no sé en palabras lo sé en imágenes.
-¿De verdad, Serafín? ¿De verdad dices que son diamantes?
-Sí, hombre. Y lo mejor de todo es que, a que no sabes.
-¿Saber qué?
-Pos que estos cristales ¡valen muchísimo! -El rostro de Serafín estaba que no podía de irradiar felicidad…
El tiempo pasó. Los dos compadres y amigos se habían repartido a partes iguales el tesoro encontrado. Los diamantes eran treinta y cinco en total. Cada uno de ellos tomó uno, el cual vendieron. El dinero obtenido por la venta era más de lo que nunca verían en toda su anterior vida, y en la que les seguía. Y aunque ahora los dos eran prácticamente ricos, ambos siguieron conservando su vida de campesinos. Eran felices sólo por una cosa, por el hecho de tener ahora todas sus necesidades básicas cubiertas por completo. El dinero de un solo diamante bien que podía alcanzarles para vivir y gastarlo en unos años, sino que es que para el resto de vida que les quedaba. Nunca más volverían a pasar hambre o penurias, ¡nunca, pero nunca jamás!
Los dos fueron muy felices. Juancho le compró una bicicleta de madera a su hijito, y a su esposa le regaló un hipil muy hermoso, Serafín llevó a su esposa y a sus hijos al mar, porque no lo conocían… El tiempo fue pasando y entonces sucedió lo inevitable. Todo el pueblo empezó a murmurar. “Esos dos siempre andan justos todo el tiempo.” “Viven muy bien, mientras que nosotros vivimos muy mal”. “Está raro, ¿no?” “Algún secreto han de ocultar”
Pasó otra vez el tiempo, unos meses. Para este ahora ya todo el pueblo envidiaba a los dos campesinos. No soportaban verlos ser muy felices. Así que un día todos se reunieron para planear algunas cosas. “Así lo haremos mañana”, volvieron a repetir, antes de despedirse. Ya habían pasado seis meses desde el descubrimiento de los diamantes.
Al día siguiente, sin que los dos compadres se diesen cuenta, les siguieron los pasos. Varias personas se habían puesto de acuerdo para situarse en diferentes puntos del camino, para así no perder detalle de lo que hacían o decían. Los siguieron hasta sus parcelas.
Ese día los dos compadres trabajaron como siempre, hasta que la hora para descansar un poco y tomar pozole llegó. Entonces ambos dejaron de hacer lo que estaban haciendo, y caminaron hacia el lugar de siempre. Serafín fue el que había hablado primero. La persona que estaba cerca de ellos, al escucharlo, enseguida corrió para comunicárselo al otro que tenía más próximo. Mientras tanto, todo el pueblo los esperaba bajo la sombra de un árbol, como a doscientos metros de ahí.
Entonces sucedió que uno de los vigilantes vino hacia ellos para anunciarles que ya habían escuchado a los compadres decir algo, aunque sabían sin entender de qué se trataba. La mayoría, que estaba sentada en la tierra, enseguida se puso de pie. Todos empezaron a mirarse entre sí, sin saber qué hacer. Entonces, de repente, a uno de ellos se le ocurrió arrancar a correr Después, todos los demás también hicieron lo mismo.
Mientras todos ellos corrían donde los dos campesinos estaban, estos seguían siendo vigilados por una persona que estaba detrás de ellos.
-Hoy me toca a mí resguardar el tesoro -anunció Serafín, mientras sacaba de entre las hierbas altas una cajita de madera. Al escuchar esto la persona que estaba detrás de ellos, sintió el impulso de querer correr para anunciárselo a los demás. Pero luego enseguida vio que ya no era necesario. Porque todas esas gentes ya venían para este lugar.
-¡¿Qué están haciendo aquí?! -les preguntó Serafín, visiblemente encabronado por la llegada de todos ellos. Juancho, que no tenía ni la idea más remota de lo que estaba sucediendo, se mantuvo callado.
-¡El tesoro! -dijo el hombre que estaba oculto atrás-. ¡Queremos ver el tesoro!
-Sí, ¡el tesoro! ¡Queremos el tesoro! -empezaron a repetir todas las demás gentes.
-¡Cuál tesoro! -preguntó Serafín-. ¡No sé de qué estás hablando! -Juancho miró de reojo a su compadre. Ahora sí parecía ya entender un poco.
-¡Con que no quieren decirlo! -contestó otra vez la persona que minutos antes había estado detrás de ellos-. ¡Pues ahora mismo se los mostraré! Dicho esto se acercó a Serafín y le arrebató la cajita de madera. El candado ya estaba abierto. Por lo tanto, luego de quitarlo de la cajita, lo aventó dentro de la hierba. Toda esa gente miraba absorta cada movimiento de la mano del tipo que sostenía la cajita.
-¡Ábrelo ya! -le ordenaron-. ¡Queremos ver ya el tesoro! -El hombre se sentía extasiado por ser protagonista de algo así. Una y otra vez fingió que abría la cajita…, hasta que por fin lo hizo de verdad. Entonces metió su mano adentro para sacar lo que allí había.
-¡Ya dinos qué es! -empezó a pedir toda la gente-. ¡Muéstranos! ¡Queremos ver! -El tipo que sostenía la caja les contestó:
-¡No coman ansias! ¡Ahora lo verán! -Sus dedos entonces fueron desenvolviendo muy despacio la servilleta que cubría el objeto. Cuando terminó de hacerlo, una bola de pozole con moho quedó al descubierto. Sobre la superficie tenía un color anaranjado.
-Ja ja ja, ja ja ja -rió la gente al verlo. El hombre que sostenía la bola, al ver como ellos se morían de risa, sintió mucha vergüenza. Luego entonces exclamó, lleno de indignación:
-¡Con que esto era el tesoro! Ja, ¡qué porquería! ¡Una bola de pozole de hace dos días!
A continuación, para tratar de mitigar su furia, enseguida lo aventó contra la tierra. La gente envidiosa ya se había retirado de este lugar. Al verlos, el hombre avergonzado, también corrió para alcanzarlos.
Juancho, luego de mirar una vez más a su compadre Serafín, muy tranquilo se agachó y agarró la bola de pozole. Luego le quitó los pocos restos de tierra que se le habían pegado. Menos mal que el pozole estaba muy duro, o de lo contrario, de haberse roto, habría dejado al descubierto, frente a los ojos de toda esa gente envidiosa, el resto de los treinta y tres diamantes ocultos adentro.
FIN.
ANTHONY SMART
Abril/17/2018