MOISÉS SÁNCHEZ LIMON
Va de cuento…
Parpadearon los números en rojo cinco horas antes de que la alarma vibrara; en cambio timbró el celular.
Amodorrado, estiró el brazo derecho y alcanzó el aparato. Su voz chillona reclamó:
–Sólo que sea para algo importante, cabrón. ¿Ya viste qué hora es?
–Sí. Y bájale dos rayitas a tu soberbia pendejo. Recuerda que se te acabó el poder y la inmunidad; no estás en esa postura arrogante cuando me mandaste a la chingada el día que te cité en mi despacho, esa tarde en que el Reloj Chino me recordó que la hora de la comida había alcanzado a la cena—respondió el secretario.
–Y le dolió a tu ego—replicó la voz chillona y gutural del regordete político que abandonaba la profundidad del sueño, como si tuviera la conciencia tranquila.
Del otro lado de la línea hubo silencio como respuesta. Contrariado, el secretario apretó el auricular del teléfono satelital, vacunado contra intervenciones. Clavó la mirada en ninguna parte y recordó ese día.
El Presidente lo instruyó llamar al gobernador para pedirle solicitara licencia al Congreso local; su permanencia en el cargo se había vuelto una ofensa para propios y extraños. Pero se negó.
Los escándalos de enriquecimiento a costa del erario público eran asunto cotidiano desde aquella mañana en que dos de sus colaboradores fueron detenidos en el aeropuerto de Toluca con dos maletas llenas de fajos de billetes de mil pesos.
Los personeros del gobernador llevaban la friolera de 20 millones de pesos dizque para cubrir los gastos de la representación estatal en una feria turística. Nadie se tragó la historia pero igual nadie movió un dedo para investigar. Los jóvenes personeros fueron liberados junto con el dinero. No hubo gritos ni sombrerazos.
–¿Entonces, qué procede?—inquirió la voz chillona.
–Procede que te entregues; aceptamos tus condiciones pero no te pases de vivo—respondió el secretario y sus ojos brillaron con el singular destello de quien tiene a la presa a punto de darle el zarpazo.
–¿Respetarán a mi familia; nada contra mi esposa y mis hijos?—inquirió el robusto político que durante unos meses disfrutó haber perdido varios kilos de su humanidad y pudo vestir ropa de un par de tallas menos. Se había sentado a la orilla de la cama; afuera había rumor de madrugada, imperceptible la presencia de su fiel guarura, primo en segundo grado que sabía moverse en esas aguas turbulentas de la Mara Salvatrucha, a unos de cuyos integrantes pidió apoyo para halconear e incluso enfrentar a eventuales enviados del gobierno.
–Respetamos la palabra; somos caballeros, diferentes a ti—acotó el secretario que en ese momento daba la última revisión al texto del tuit preparado para circular en las redes con la nota esperada desde octubre del año pasado. ¿Y el otro ex gobernador?, el detenido en Europa, se preguntó. Ese arroz ya se había cocinado.
–No, no secretario. No somos diferentes. Estamos en el mismo barco, sólo que ustedes no me dejaron gobernar como era mi ánimo. Recuerda cómo gané la elección, tuve el apoyo de todo el equipo, con la bendición del ex presidente. La gente me quería—dijo el político formado en escuelas privadas y con estudios en el extranjero.
–Dime lo que quieras, pero tú estás a un paso de la cárcel y yo en vías de ser candidato a la Presidencia; luego te pasaré una factura. Hoy no presumas de vivo, se te acabó el tiempo; te dimos oportunidad de salir por la puerta de enfrente.
–¿Oportunidad? ¿Le llamas oportunidad al cerco que me tendieron, al linchamiento en la prensa, a la divulgación de correspondencia privada? Ya me partieron la madre. Le pedí al Presidente su apoyo y me abandonó a mi suerte.
–¡No! No mientas—atajó el secretario. –No mientas. El Presidente decidió apoyarte pero tú lo traicionaste. Apenas colgaste el teléfono después de hablar con él y te emborrachaste y te fuiste de la lengua. Dijiste que nadie te haría daño porque te respetaba el Presidente, que era tu amigo y te debía favores, que te había dicho que no te preocuparas. No mientas.
–Bueno, bueno, cálmate. Total, qué más da si ya estoy frito. ¿Habrá proceso acomodado? De otra forma me niego a ser extraditado.
–No seas pendejo—atendió molesto el secretario.
–No lo soy. Lo he demostrado; cumplan con su palabra y me entrego.
–La ley es la ley. La aplicaremos puntualmente. No hay vuelta de hoja.
El ex gobernador se calzó los lentes y se pasó la palma de la mano izquierda por el mentón de barba crecida. Le dio sed y pensó en un whisky en las rocas; lo saboreó imaginariamente y se vistió sin prisas. Un pantalón de algodón color azul; la sudadera ligera, también de algodón como la Polo. Zapatos de ante y calcetines cómodos.
–Tú ordenas. Dime a qué hora vienen por mí.
Al otro lado de la línea no hubo respuesta.
El hotel de cinco estrellas que el gobernador había comprado, como otros inmuebles caros que adquirió para esconderse, estaba rodeado de militares y agentes de la policía. Dos agentes enfundados en equipo de campaña se apersonaron frente a la puerta de la habitación.
El más joven tocó la puerta con los nudillos, evitó hacer ruido aunque no había más huéspedes en ese hotel de corte minimalista y decorado con filigrana que serpenteaba por los marcos de las puertas y los arcos de esos pasillos de multicolores paredes.
–¡Dígame!—urgió el gobernador.
–Estamos listos–, respondió el joven.
Se abrió la puerta de la cómoda habitación y traspuso el umbral la figura robusta. Extendió las manos y aceptó las esposas; sonriente, bajó las escaleras e incluso bromeó con sus captores acerca de la desvelada y desmañanada para completar el “operativo” de su captura. El agente de la Interpol que iba a su derecha le puso la mano en el hombro y le sonrió cómplice.
–Ustedes los mexicanos tienen una forma especial de hacer política hasta en la desgracia—le dijo con acento chapín.
El ex gobernador hizo una mueca a manera de sonrisa y se dejó llevar, pero se sorprendió cuando de frente encontró las luces de lámparas de camarógrafos de televisión y los flashazos de las cámaras fotográficas y las preguntas de los periodistas.
Sí, alguien había filtrado su entrega pero vendiéndola como éxito de una investigación apoyada por la Interpol. Trastabilló al subir a la furgoneta de la policía, cayó al piso y se descompuso su figura altiva. Parecía un animal acorralado; en realidad lo estaba. Conste.
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