CUENTO
Llegué a este mundo sin saber cuál era mi lugar en él, pero, de manera irónica, en muy poco tiempo de estar en él, lo supe. Y sentí muchísima tristeza. Porque había entendido que pasaría por mucha vergüenza, así como también por mucho rechazo.
Al ser apenas un niño, yo, lo entendí todo, como si de mirar una gota de agua se haya tratado. Aunque por el otro lado, esta gota se aparecía ante mis ojos, pero sobre todo ante mi mente, como lo más turbio. Todo era claro, clarísimo, sí, pero también muy turbio al mismo tiempo.
Un día, después de muchos años de sufrimiento… finalmente vine a entenderlo todo. Y entonces vi que la hora me había llegado, la hora para tomar mi puesto había arribado. Y no me molesté en lo absoluto, porque ya no había por qué. Sin embargo, muy en el fondo de mí, algo me seguía molestando. Tal vez y este algo era el impedimento de no poder decírselos a todos, gritárselos en sus caras para así ya de una vez acabar con tanta hipocresía y falsedad que duramente muchísimos años se había acumulado.
Como iba a poder ir y gritárteles a todos de que yo era un indígena, un maldito INDIO DE MIERDA – como a muchos les gustaba llamarme-, pero que esto, en vez de hacerme sentir poca cosa o humillado, me enaltecía. Porque algo en mí había salido mal. Yo había nacido con toda LA ENVOLTURA DE UN INDÍGENA, sí, pero sólo por fuera, porque por dentro, a decir verdad, no me sentía uno. Y no es que estuviese “acomplejado o prejuiciado”, no, pero no podía sentirme como uno. Y tampoco podía decir que fuese yo un hispano, o un blanquito, ¡no!, en lo absoluto. Simple y sencillamente no podía entenderlo. Mi envoltura física, es decir mi aspecto, bastaba para tener que decirlo: yo había nacido con la envoltura de un indígena, por lo tanto, mi lugar en el mundo era el de ser un esclavo.
Confieso que no soy insensible, por lo tanto sí me dolía ser lo que era, pero no porque fuse algo muy feo -ante los ojos de la sociedad hipócrita-, no, sino porque este mundo lo era. Todas las diferencias entre todos, unos sí y unos no. O eras amo o eras esclavo; o eras sirviente o eras el servido. Y a mí me había tocado ser lo primero. Así que un día, para ya de una vez olvidarme de la crueldad del mundo, agarré mis pocas cosas y me fui a buscar empleo en un barrio de riquillos blanquitos.
Ese mismo día fui contratado como sirviente, es decir como mozo en una casa. Lo chistoso de todo es que mi amo, es decir mi jefe, era más bajo de estatura que yo…, y al instante de mirarme a los ojos, yo, enseguida me acordé de un pasaje muy gracioso y “cruel” de “Un mundo feliz”.
¡Ah! De manera irónica yo era un maldito indio de mierda con mucha cultura, cultura suficiente como para no dejar amedrentarme por las injusticias y malos tratos que todos los días paliaban los de mi estirpe, esos pobres indios que jamás lograrían entender las cosas como yo… Ah, qué tristeza sentía al verlos. Cargar sobre sus espaldas la maldición de haber nacido con aquella envoltura exterior… pero ellos, a diferencia mía, sí eran indios de verdad. Jamás lograrían entender que en este mundo cruel hay que ser muy valientes, sí, pero también muy… cultos. Ah, ¿cómo iba a poder hacer justicia por ellos, cuando yo ahora había decido tomar mi lugar en el mundo?
Cuando entré a esa casa lujosa, y cuando mi jefecito me dio las órdenes, yo, dentro de mí, lo único que acerté a pensar fue esto: SOY ESCLAVO… SOY INDÍGENA.
FIN.
ANTHONY SMART
Noviembre/22/2017