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Subió a tender

Redacción Por Redacción
9 marzo, 2025
en David Martín del Campo
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David Martín del Campo

 

Suman algo así como 2 millones y medio de mujeres. Tal vez un poco menos. Están en la casa y nadie nota (ni agradece) su presencia. Ni su labor diligente. Contaba Octavio Paz que una mañana en su estudio, mientras se afanaba tecleando la mecanográfica, oyó un ruido. Y como se suponía solo en casa, abandonó el escritorio para preguntar: “¿Alguien anda por ahí?”, y la respuesta desde no se hizo esperar: “No es nadie, señor. Soy yo”. De modo que la sirvienta era nadie, casi una presencia fantasmal.

El estreno de “Roma”, la última película de Alfonso Cuarón, trata de eso, precisamente, y su exhibición ha encendido nuevamente los ánimos en torno al lugar, y el trato, que ocupan las trabajadoras domésticas en el país. Es un modo correcto de nombrarlas, porque el uso las ha denominado de muchas otras maneras más o menos peyorativas… sirvientas, cocineras, muchachas, “chachas”, fámula, mucamas, criadas, hasta el despectivo de “gatas”, con el que concluye la cinta de Cuarón.

Herencia de los usos coloniales, la sirvienta ha sido una presencia ineludible en el seno de las familias (en México y en Colombia, en Bolivia y en Argentina) de cierto abolengo, o por lo menos de la clase media con aspiraciones. Su contratación, por regla general, es a la palabra; su desempeño, absoluto (mi amiga Susana Glantz inscribió a su muchacha en un curso de manejo, de modo que con la licencia de conducir, además de barrer el patio opera también como su chofer, vamos, su choferesa). Y decíamos que absoluto porque las labores a su cargo van de la limpieza hogareña a la mensajería, del abasto a la preparación de alimentos, del arreglo de casa al cuidado de los bebés, de los asuntos secretariales a la atención de los ancianos. Labores que, obviamente, las llevan a refrenar su vida sentimental (pues cohabitan en el mismo domicilio), y en esa templanza imperiosa se ven orilladas a sacrificar, muchas veces, la posibilidad del matrimonio. Es decir, perpetúan una suerte de semi-esclavitud de la que se ha escrito mucho.

Del drama de Jean Genet, Las criadas, a la novela Hasta no verte Jesús mío, de Elena Poniatowska, o la película de Jennifer López, Sueños de amor (“Sucedió en Manhattan”), se han editado cientos de libros, testimonios, películas y cómics en los que la relación del amo y el siervo (el patrón y la empleada, la señora y el chofer) permite el desarrollo de una historia que habla de algo más que la supeditación social de cada caso.

La película de Cuarón es un homenaje a las familias de clase media que habitaron ese barrio de la ciudad de México –la colonia Roma– de 1950 a 1980, en que la depredación urbana descompuso el tejido social. Dedicada a Libo, la cinta tiene como personaje principal a Cleo, la nana-sirvienta que protagoniza Yalitza Aparicio, que es toda una revelación actoral. Sin pretenderlo abiertamente, la película presenta una crítica descarnada de las relaciones patrón-servidumbre que aún subsisten, y de la propia vida personal (porque la tienen) de las muchachas que abandonan el pueblo para ganarse la vida como “domésticas”.

Algo de lo que nunca se habla en las telenovelas, pero que aflora hoy como categoría fundamental.

En uno de sus breves relatos Tito Monterroso celebraba la presencia de las sirvientas que, sin quererlo, deambulan como “arcón del tesoro familiar” pues ellas atesoran los secretos que han visto, escuchado o descubierto en los cajones y las llamadas telefónicas. Lo saben todo y lo callan todo… suponemos. Son, por lo mismo, portadoras de los secretos familiares y, en ese sentido, “secretarias” del hogar.

Así, cuando las mencionemos con frases indirectas… “se fue a su pueblo”, “subió a tender”, “me pidió el día”, sepamos que estamos hablando de nuestras compañeras imprescindibles, nuestras nanas de la infancia revelándonos secretos pastoriles, nuestras nodrizas contenidas y, por lo mismo, nuestras cómplices de toda la vida. Benditas sean por siempre, como Libo, como Herlinda.

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