Luis Farías Mackey
Arturo Ávila es un caso paradigmático. A diferencia de Andrea Chávez, cuyo haber responde a otros resortes, el suyo es un caso de excepción.
Generalmente los políticos defenestrados de cada sexenio, como antes y nuevamente hoy los generales, se convertían de la noche a la mañana en grandes empresarios. Ejemplos sobran: la dinastía Alemán; más cercanos en tiempo los hijitos de Martita, con la diferencia del que se dedicó a las moras, con gran éxito por cierto, y que se distingue de los que fueron catapultados y luego desplazados de la industria petrolera. Pero el fenómeno derrama más allá del círculo familiar presidencial: Bartlett y su imperio y pareja inmobiliarios, y su descendencia en la industria médica, los Aguirre, los Gil, los Neme, los Yunes, los Murat, los Gamboa, los Scherer… ¿sigo? En Nuevo León se ha experimentado un fenómeno inverso: los padres capitalizan el poder político de los hijos: los Medina y García. En fin, es cuestión de acudir a las comaladas sexenales de industrias, ranchos, bancos, casas de bolsa, consultorías, despachos, cabilderos y constructores, aunque de un tiempo a la fecha les haya dado por incursionar en otros negocios un tanto cuanto más conspicuos. ¿Alguien dijo Barredora, mencionó Tamaulipas, mentó Sonora, mencionó huachicol, Andy?
Pues bien, el nuevo chico en el pueblo es este personaje que se cree modelado a mano: Arturito Ávila. Quien tras incursionar exitosamente en la industria de seguridad y vender al Ejército y a las policías, decidió dejar todo y seguir su escondida y desconocida, hasta entonces, vocación política.
Pero no crea usted que vendió a inversionistas pujantes, a sus competidores, ni siquiera a fondos de inversión. Vendió a su esposa, padre y hermana, según se ha dicho. Ergo, duerme con su compradora, quien goza, por cierto, de fama mundial en la industria de seguridad, se mueve en ese mercado de tiburones con destreza inaudita y maneja las finanzas de semejantes operaciones como quien prepara un huevo cocido a puro ojo.
Adelanto, no pongo en duda las dotes empresariales de la esposa de don Arturo, ni de sus otros familiares. ¿Quién soy yo para hacerlo? Las encomió apabullado.
De allí lo doblemente paradigmático del caso de Ávila: un empresario exitoso, en el pináculo de su carrera que, como Paulo, cae del caballo y sigue la luz, y logra hacerlo sin despegarse del todo de su pasado. ¿Quién pudiera pedir más?
Otra versión sería, ¡ya ve usted como la gente es de mal pensada!, que metido en líos el exitoso contratista de gobiernos neoliberales, buscó el ansiado fuero y el guinda manto protector, por aquello de no te entumas y, ya encarrerado el ratón, le dio por el protagonismo enfermizo y la voracidad política. ¿Por qué no la presidencia? ¡Chingaos! ¿Si Adán pudo, quién va a ser la guapa que me lo impida?
En fin, se parece tanto a Fox, que no puede engañarnos.
De empresarios emproblemados a políticos protagónicos, con uno basta.