La vida como es…
De Octavio Raziel
El recuerdo del primer telegrama que vi en mi vida se remonta a muchos, muchos años atrás
Una tarde, en la casa de los abuelos, en la Villa de Guadalupe –en ese tiempo lejos de la ciudad de México— tocaron al enorme portón.
Abrí y aparecieron dos personas que preguntaban por la señora María. Muy cerca de mi venía la abuela que con la contraluz no distinguía el rostro de los visitantes. Eran sus primos que vivían en los Estados Unidos. Bajaron del taxi los enormes velices y comenzó la plática sobre el viaje de tres días en ferrocarril desde Los Ángeles a la capital mexicana.
Minutos después volvieron a tocar al portón. Corrí a abrir nuevamente el portón y me enfrenté con un hombre de uniforme gris y gorra del mismo color que preguntaba por la abuela María. Entregó un sobre con un papel amarillo adentro. Era el telegrama de los primos para anunciar su llegada.
El telégrafo, en México como en muchas partes del mundo, fue factor de comunicación, y claro, de desarrollo. Los postes sirvieron en la revolución mexicana para colgar a los reaccionarios (¿fifís?) y los miles de kilómetros de tendidos de cable llevaron los partes militares a lo largo y ancho de nuestra patria. Luego, el papel amarillo llevaba mensajes y sentimientos diversos a todo el territorio.
El telegrama que cambio la historia de México fue el “mensaje a Zimerman”, comunicado mediante el cual Alemania proponía a nuestro país, en especial al Presidente Venustiano Carranza, su alianza en la I Guerra Mundial. El mensaje fue decodificado por los estadunidenses quienes organizaron una contrarrevolución que terminó con el asesinato de Carranza.
Años después, del viejo baúl de los recuerdos apareció un desgastado cartón de identidad fechado en 1963. Era la franquicia de Telégrafos Nacionales que permitía a los periodistas utilizar ese servicio como corresponsal (“viajero” se calificaba) en todo el país.
Los reporteros teníamos que convencer, sobornar o presionar al telegrafista para que diera prioridad a nuestro mensaje, el cual debía ser redactado casi cifrado. Así, en el anecdotario del periodismo mexicano es conocida la historia del telegrama que llegó a una redacción y el mensaje sólo decía: “Picadilly Circus incendiose”. El reportero de guardia se había tomado el día o estaba de vacaciones, por lo que un joven aprendiz ocupó su lugar. Tenía que desarrollar la noticia con tan pocos datos, así que le fue fácil describir como los leones, los tigres y elefantes huían del fuego, mientras los payasos y trapecistas llevaban cubos de agua y hacían lo imposible por sofocar la conflagración.
Las nuevas generaciones no conocerán ese papel amarillo con frases cortadas, ni escucharán el peculiar sonido de puntos y rayas salidos del aparato del telégrafo. El mensajero, con su típica gorra y uniforme gris ya no se le ve hace mucho tiempo llegar a tocar el timbre de las casas. Lo único que se acercará a este tipo de mensajes serán las palabras sintetizadas que leerán en su celular.
Western Unión, de Estados Unidos, anunció el cierre de sus operaciones por telegrama. De más de medio millón de mensajes diarios en la década de los 30 pasó a sólo 55 al día, a un costo de 20 dólares cada uno. Seguramente esta acción seguirá en la mayoría de los países abajo del Río Bravo.
Algunos jóvenes tendrán referencias del telegrama cuando revisen los viejos archivos de sus abuelos o sus padres y aparezca un papel amarillo con frases entrecortadas, como también sabrán del estenógrafo, el mimeógrafo o del teletipo sólo por viejas películas en blanco y negro pues el Internet y el correo electrónico, junto con la telefonía satelital, han desplazado para siempre esos medios de comunicación.