José Luis Parra
La historia enseña que las etiquetas diplomáticas nunca son inocentes. Menos cuando vienen con aroma a amenaza económica y con la firma invisible de Donald Trump. Y menos todavía cuando la etiqueta lleva la palabra “terrorismo” adherida al expediente México.
En ese contexto se entiende que el gobierno mexicano haya decidido, súbitamente, crear una Dirección General Especializada en Organizaciones Delictivas, bajo el ala de la Secretaría de Hacienda. La intención es clara, aunque no declarada: evitar a toda costa que Estados Unidos dé un paso más en su retórica punitiva y señale al país, no ya como cuna de cárteles, sino como territorio cómplice de terroristas. Porque una cosa es aguantar la etiqueta de narcos, y otra muy distinta, el sello oficial de terrorismo. Esa sí nos arruina, nos paraliza, nos exilia del circuito financiero global.
Michel Levien, del buró anticorrupción Streiner, lo dijo sin rodeos: el nuevo organismo es una “moneda de cambio” aceptable. Aceptable para evitar una designación con consecuencias geopolíticas brutales: sanciones, congelamientos, y fuga masiva de capitales. Un efecto Medio Oriente sin haber cruzado el Mediterráneo.
La diferencia es estructural. Un país “con cárteles” puede ser cliente. Un país “que alberga terroristas” se vuelve paria. Así de simple. Así de brutal.
Levien detalla que ya hay blindaje bancario para lidiar con los cárteles. La banca ha sofisticado su sistema, se ha puesto lentes de aumento. Pero si el país entero aparece en la lista negra del Departamento del Tesoro, entonces no habrá lupa que sirva: la banca huirá con todo y algoritmos. Las corresponsalías se esfumarán. Y el dinero, como siempre, encontrará un lugar menos comprometido desde donde operar.
Pero esto va más allá del combate al lavado. Va hacia el seguimiento del financiamiento al terrorismo. Es decir, ya no basta con detener el flujo del dinero sucio que sale del crimen; ahora se vigilará también quién lo pone, quién lo empuja, quién lo facilita.
En teoría suena bien. En la práctica, el riesgo es doble. Porque si ese nuevo ente nace sin presupuesto —como parece—, entonces su operación dependerá de “hallazgos rentables”. En otras palabras, del decomiso con utilidad fiscal. Un incentivo para que la institución se convierta en cazadora de fortunas, más que en vigilante del crimen.
Y ahí aparece la gallina de los huevos de oro. Una que pone sin cacarear y que no exige rendición de cuentas: los activos incautados. El Estado, tentado por la escasez y la necesidad electoral, podría ver en estos decomisos una vía exprés para inflar partidas extrapresupuestales.
La narrativa oficial hablará de eficiencia, de combate sin tregua. Pero en la trastienda, lo que veremos es un nuevo campo de caza institucionalizado. Y si eso ocurre, no será el crimen quien financie al terrorismo, sino el Estado quien se financie del crimen.
El riesgo no es menor. Porque una estructura sin control puede volverse un Leviatán financiero. Y México, en lugar de liberarse de la etiqueta, podría terminar asumiendo un nuevo rol: el de país que combate el terrorismo… con los mismos instrumentos que alguna vez generaron terror.
Y todo esto mientras el verdadero monstruo —el mercado de las drogas, las armas y la impunidad— sigue operando sin dirección, sin frontera y sin moral.