Desde Filomeno Mata 8
Por Mouris Salloum George
En medio de un torbellino de emoción popular que no ha vuelto a repetirse, hace 32 años más de un millón de españoles se disputaban cuerpo a cuerpo en La Castellana el privilegio histórico de acompañar los restos mortales del alcalde preferido de Madrid, Enrique Tierno Galván. Demostraban así su cariño por un hombre ejemplar en la honestidad, auténtico hasta la pared de enfrente. El monumental desfile popular fue integrado por ríos de pueblo que querían dar el último adiós a un político probo, aquél que había demostrado gobernar bajo el signo de la lealtad a los sentimientos colectivos, hartos del boato franquista que dividió a la sociedad española.
Al ritmo del pasodoble del genio musical mexicano Agustín Lara, “Madrid “coreado por todos los dolientes, esa su canción preferida resonó en todos los espacios del entorno. Los espacios observaban, conmovidos, el paso de una multitud que despedía los últimos estertores de la tiranía y daba paso al parlamentarismo.
Se iba uno de los grandes de España, aquel que en días previos había sostenido con su conducta que los bolsillos de los hombres públicos debían ser de cristal. El que se despidió en una fiesta republicana, presidiendo su recuerdo, recordando a todos la sencillez que caracteriza a los hombres verdaderamente enormes. En sus cátedras populares que impartía a los bohemios del Bar de Chicote, sobre La Gran Vía, don Enrique siempre dio las más grandes lecciones de sabiduría y humanismo. Su pensamiento político siempre estuvo a la altura de quien quisiera escucharlo; sus relatos sobre los grandes republicanos eran un auténtico manjar.
Pero para Tierno Galván, quien adoraba a nuestro país sin haberlo conocido- igual que Agustín Lara, quien compuso las mejores canciones de la suite española sin haber pisado suelo ibérico, hasta que los residentes en México le solventaron un viaje a la Madre Patria — la falta de coincidencias en el tiempo debían ser sustituidas por el espíritu.
Para recordar al vate mexicano con la reverencia obligada, don Enrique Tierno Galván hizo levantar.- siendo alcalde de Madrid-. el corazón del barrio más castizo: el de Lavapies, la estatua icónica que recuerda e inmortaliza al músico poeta con una copa virtual en la mano derecha, mirando en lontananza el suelo español. Las réplicas de la estatua se multiplicaron en cuanto lugar alabó con su talento. El emotivo recuerdo de Lara acompañaba en los centros de reunión madrileños la evocación de los grandes oradores ibéricos, los que dejaron su impronta en la memoria de los continentes. Junto a Lara, se recordaba a los imprescindibles: Emilio Castelar, Josep Pla, Donoso, Vázquez de Mella, Pi y Margall, Nocedal, Moret y Martos, entre muchos otros.
Las apasionadas defensas improvisadas siempre de Tierno Galván de la retórica como pieza clave de la institución democrática fundamental, el parlamento, estaban apoyadas por su conducta, apegada a la templanza, la transparencia y el culto a la real política, el armazón estratégico de la vida en común.
Frente a unos chatos de vino estallaba la estruendosa carcajada del ilustre republicano cuando se relataban las conferencias que estaba dando en esos momentos del destape español, Camilo José Cela, sobre “la verdadera introducción a las ciencias cachondas”, una completa sátira al franquismo maloliente. Un poco antes de morir se le había hecho conocer México, para entregar la réplica de la estatua de La Cibeles, que la colonia española donó a México.
Lástima que a un hombre así no se le recuerde en estos momentos de displicencia.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.