Por: Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Charles Bukowski escribió alguna vez que en la guerra y en el amor todo se vale, menos arrastrarse. En la guerra se muere de pie, mientras que en el amor se dice “adiós” con dignidad.
¿Cómo sabemos que nos estamos arrastrando?, cuando nos encontramos cubiertos de tierra, lodo, desplazándonos; suplicando algo que lo más seguro es que no llegará; cuando el desgaste es mayor que la retribución; cuando en vez de avanzar, nos encontramos andando en círculos, sumiéndonos cada vez más en el piso, pensando que merecemos la pena de vivir como gusanos, sin probar un platillo verdadero, comiendo únicamente las sobras que arrojan a donde nos encontramos.
Suplicar, suplicar, volver a suplicar; insistir, insistir y volver a insistir, sin que algo diferente pase, sin que algo en realidad haga que valga la pena; nos convertimos en nosotros solos contra el mundo, nosotros y nuestros intentos de que algo no muera, de que algo no termine, de que alguien no nos deje.
Manipulados por señales intermitentes -ciertos vestigios de esperanza que entran a escena latiendo despacio, pero que, de un momento a otro desparecen, dejándonos nuevamente rotos y solos-, nos volvemos ciegos, incapaces de ver más allá de nuestro deseo de volver atrás el tiempo, pero el tiempo que no volverá, ni tampoco podrá seguir avanzando si continuamos arrastrándonos, buscando algo que no encontraremos en el piso, si seguimos sumidos en la triste espera de esperar.
Debemos esforzarnos hasta donde nos sea posible, quedar satisfechos con aquello que hicimos por remediarlo lo sucedido, por alcanzar aquello que no queríamos perder, por sanar las heridas del ayer; debemos estar tranquilos con lo que hicimos para pegar los pedazos rotos que se encontraban en el suelo, teniendo claro el límite, soltando a tiempo aquello que no nos toca, que se sale de nuestro control, para que no nos siga ahogando la nostalgia.
PUNTOS SUSPENSIVOS
No soltamos ni un solo recuerdo; ni las fotos, videos, abrazos, besos; mucho menos las promesas; no queremos soltar aquella vida con él o ella que amamos tanto, aquel lenguaje lateral y subversivo que inventamos juntos; no les soltamos, convirtiendo la vida en un constante anhelo, una búsqueda.
No corremos para olvidar, sino para afianzar aquellos recuerdos que tenemos. Se vuelve costumbre visitar lugares para recordar con mayor fuerza; escaparnos a oler las flores, disfrutar los abrazos del sol que llegan con el atardecer; buscamos con ansias el olor a café; escuchamos risas o suspiros en la memoria; vemos aquella anhelada silueta en la gente que viene y va; encontramos en todos lados aquellos recuerdos, les abrazamos con fuerza.
No queremos soltar aquello que le entregamos todo de nosotros, que queremos, que amamos; nos duele desprendernos, pero tenemos que aceptar que perdimos, no como un discurso derrotista que nos conduzca a seguir arrastrándonos en el piso, sino como una realidad que ayude a reconocer qué es lo valioso que tenemos que recoger de aquel lugar oscuro donde nos encontramos, para salir a la luz y enfrentar nuevamente al mundo.
Nos da tanto miedo soltar que nos aferramos a no hacerlo, postergamos aquella decisión no porque no podamos -aunque evidentemente cueste-, sino porque tenemos bien claro qué es lo que significará para nuestra vida ese paso; porque, cuando al fin tomamos aquella decisión de irnos, ya no volvemos.
Por eso insistimos tanto en regresar, nos aferramos en intentarlo una y otra vez, sabiendo que cuando emprendamos aquel viaje, no habrá retorno, no habrá tiempo de voltear atrás más que para abrazar los recuerdos de lo que fue, cálidas memorias de lo que alguna vez dio calor e impulso a nuestro espíritu; memorias que saborearemos desde lejos, mientras nosotros seguimos, sin detenernos.
Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político