Son las seis de la mañana, estoy despierto.
Soy muy afortunado y agradezco, a quien se tenga que agradecer en estos casos, el que pueda saber por adelantado como será el día que está comenzando: exactamente como el de ayer; una copia del de anteayer, el hermano gemelo del de la semana pasada e igualito al de hace un mes. Y no es porque me lo haya pronosticado “Tu día”, la columna de la revista quincenal a la que estaba suscrita doña Helena, de un apellido impronunciable, que supongo era la anterior moradora del apartamento en donde vivo. Ni tampoco, porque la señora Claudia, la propietaria del café (en donde hacen el mejor pan que probé alguna vez), me lo adelantara con la precisión de su tarot. No.
Simplemente es por costumbre que puedo adivinarlo, pues lo se de memoria.
Soy un actor que dentro de poco cumplirá nueve años, interpretando el mismo papel en la misma obra. Y como no existe un catálogo de embustes tan extenso, ni otro personaje que pague al trabajar, el final está llegando. Lo huelo, lo percibo, lo siento.
El problema no es mío, es de los propietarios de la institución que trabajan en familia: la escritora, el escenógrafo, los tramoyistas, el ingeniero de sonido, el de las luces, la maquiladora y hasta quien vende los boletos. Todo un clan de triunfadores. Pero no saben que hacer, como bajar el telón, por más insinuaciones mías, pues veo que pierde fuerza lo que hago, no quieren pagar mis honorarios.
El asunto es que fui un tonto com exceso de confianza, pues quien me represento en la cuestión del dinero, fue mi mujer, que nunca imagino ser, la hija de los dueños del teatro.
Ella, también, esta aburrida porque todas las mañanas sabe como será el día que comienza; como el café de las últimas semanas, sin azúcar y sin leche.