La vida como es…
De Octavio Raziel
Venancio llegó a su casa, como todos los domingos, embebido de la fiesta brava. Una montera de utilería y una bota de mal vino le acompañan en su entretención dominical. Hoy, el mosto bebido rebasó el límite y creyó que la tarde aún era tierna para que la tauromaquia terminara. No bien traspuso la puerta grande tomó el primer trapo que encontró y se dirigió al perro labrador al que confundió con un marrajo de ganadería de lo mejor. Se lanzó a cargar la suerte y atosigó al animal que se creció al castigo. De una mesita tomó varios ganchos para crochet y banderilleó a la bestia que resopló y se lanzó sobre el diestro quien esquivó el pitón y se salvó de una tremenda cogida. El torero sabe que para el triunfo se debe poner el alma, el corazón y la vida en ello.
Con el trapeador improvisó un caballo pura sangre y como hábil rejoneador con la punta de la escoba pinchó el costillar rompiendo dos huesos que tronaron como varas. Fue una espectacular suerte con la improvisada garrocha. Para el tercio de banderillas el rejoneador tomó otro par de ganchos, ahora de rococó, y los clavó en Firulaís, que así se llamaba el can. Soñando como Don Quijote que su palo de escoba era un caballo salido de la mismísima Giralda, torero de la frente a la cola, con pellizco, hondura, empaque y que gusta de la suerte clavando su mirada en la testuz del toro, perdón, del perro.
Sólo por ver a ese caballo torero mereció la pena el espectáculo, dijo doña Pilarica. Para este momento la afición está presa de una pasión incontrolable. Venancio imagina las primeras planas de la prensa especializada con comentarios de una tarde espectacular, emocionantísima, extraordinaria, divertidísima, en la que primó el toreo clásico por encima de los juegos circenses tan habituales hoy en día. Cambió de trapo y con una pequeña sábana hizo alarde de trapío, de destreza con la verónica. Hubo manoletinas y una largada por lo alto llamada cordobesa; además de capotazos, galleos y una chicuelina que hizo exclamar al público “bravo por el Hermoso” (que así gustaba le dijera la familia) Ole…ooole…ooole gritaba el respetable hasta desgañitarse.
El semoviente perdió su capacidad de ataque por lo que Venancio tomó de la cocina un cuchillo filetero y en un desplante increíble hundió el fierro por la cerviz del Labrador hasta la empuñadura. Sin embargo, fue dar estocada por cornada, pues el mataor recibió en salva sea la parte una última tarascada. El respetable no se cansaba de gritar: torero…torero…torero. Cortó al perro las dos orejas, no así el rabo que ya le había sido extirpado por el veterinario cuando aún era un cachorro.
La Pilarica (esposa del estoqueador) las infantas (que atrás de los Pirineos, donde está Europa, se llaman princesas) y Audifaz, el chofer, lo llevaron en hombros por el improvisado ruedo rumbo al portón que es por el que salen los grandes de la fiesta brava. Mientras, don Cucufato el portero sacaba el cadáver del podenco por la portilla trasera.
Adiós Firulaís, adiós. Fue una tarde de toros sin astas, cornamentas, pitones o cuernos. Sin traje de luces, pero con mucho salero.