Luis Farías Mackey
Ayer hablábamos de tomar como normal lo cotidiano por su presencia y cercanía, de suerte de terminar normalizando la locura.
Pues bien, en este fenómeno encontramos una relación y una fuerza entre quien genera una anormalidad con influencia suficiente para imponerla como algo cotidiano y quienes acríticamente lo asumen como normal. Esto se facilita en una sociedad del espectáculo y de conversaciones cibernéticas algorítmicas. Pero no es algo nuevo, a lo largo de la historia se repiten ejemplos de alienamientos masivos en torno a personajes anormales. Hay, sin duda en la humanidad una cierta atracción por la locura.
Me vienen a la mente Rasputín, Robespierre, Atila, Julio César, Santa Anna, Chávez, entre tantos otros.
La anormalidad existe, lo sorprendente es que se imponga socialmente como normal. Tendríamos que averiguar por qué las sociedades pierden sus capacidades críticas y, por igual, en qué condiciones se abren espacios a la necesidad de creer y seguir en contra de nuestro propio bienestar.
Mi hipótesis es que deben de existir situaciones límites de crisis y postración, de minusvaluación de la autoestima individual y social, y suma de descalabros compartidos, que terminan por minar la percepción social de las capacidades, fortalezas y posibilidades de futuro en una generación.
Habría que recuperar el clima social de postración y miedo de la Alemania en la entreguerras del siglo pasado para calibrar los elementos que acumulados convierten a una sociedad de individuos pensantes en rebaño. Este clima fue descrito también por Nietzsche, quien denunció el nihilismo de su tiempo, como la apreciación de la nada en el existir y coexistir humano, y la falta de voluntad de poder, entendida como la capacidad de superación personal, de apetito por ser y hacer más sí mismo y, el miedo consecuente pérdida necesaria en todo proceso, toda vez que para ser más, para ser distinto, se necesita dejar de ser lo que ya sé es: no hay resurrecciones sin sepulcros, decía él, toda creación implica destrucción, porque para ser diferente es necesario dejar de ser lo que sé es.
El problema, pues, es de forma de cambiar: Hitler prometió un Reich de mil años, la supremacía aria, la recuperación de territorios y el orgullo alemán, mientras que Churchill ofreció sangre, sudor y lágrimas. Nos espanta el cambio sin dolor y compramos el primer paraíso instantáneo que nos vendan, cuando nada se hace sin, dolor, esfuerzo y tiempo. Veamos la 4T, vendida no como un proceso largo y sinuoso, sino como un parto sin dolor, caído del cielo y solución absoluta de todo mal.
Somos seres endebles y miedosos, aunque presumamos de lo contrario; nos aterra y embelesa el firmamento y la naturaleza, nuestro inconsciente social está lleno de fantasmas y monstruos, y el modelo de desarrollo que hemos creado ha gravitado sobre el debilitamiento del individuo —hoy borrado ante la globalización— y la comunidad.
El miedo siempre ha estado presente en la humanidad y, por eso, quienes lo manejan a su favor pueden decir de él que les viene como anillo al dedo.
Concluyo con la discusión sobre la militarización. No discutimos nuestra situación de extrema inseguridad, con muertos al por mayor, asaltos, estafas, secuestros, retenes, desplazados, trata y tráfico de personas, desempleo, poder adquisitivo, salud y condiciones de vida. Cada uno de estos temas aterrorizante en sus propios méritos y ámbitos. No, discutimos cómo crear una fuerza invencible que sea en sí misma el terror personalizado.
No hablamos de una policía de cercanía, científica y de escala y rostro humano; hablamos de un aparato de Estado artillado para la guerra.
La seguridad pública puede tener dos caras y expresiones, una militarizada tipo Gestapo y SS, y otra policial, modelo Scotlan Yard y FBI; la primera sirve al aparato de Estado; la segunda a los ciudadanos. Una cuida a las personas, la otra al poder.
Pues bien, ante este Leviatan criminal que se nos vende para combatir; se nos ofrece otro Leviatan estatal. En ambos casos estamos hablando, sin posibilidad de salida, de dos monstruos fuera de escala humana.
Pero inmersos en el miedo, somos incapaces de reflexionar y deliberar entre nosotros, de modo que se nos impone lo anormal y contranatura como solución y destino.
No es un problema solo de México, lo es del fin de una época. Del mundo de la postguerra que, parece, no supo sacar de aquella todas las lecciones para no regresar a los totalitarismos que creíamos ¡ilúsos! rebasados.