Joel Hernández Santiago
El domingo 18 de junio el mundo conoció la noticia terrible: un pequeño submarino que transportaba a cinco personas que a modo de turistas querían ver, bajo el mar, los restos del trasatlántico Titánic había desaparecido; se había perdido contacto con el pequeño sumergible. Se temía lo peor. Pero se mantenía la esperanza de rescatarlos.
Cuatro de los viajeros en el submarino querían ver de cerca los restos del Titánic que se hundió en las gélidas aguas del Atlántico Norte, a unas 400 millas náuticas (740 kilómetros) al sur de Terranova, el lunes 15 de abril de 1912, luego de chocar con un iceberg durante su viaje inaugural. Uno más era el capitán de la nave.
La tragedia de hace ciento once años ha generado grandes historias, leyendas, mitos e, incluso, películas que buscan explicar lo que ocurrió entonces. Esto ha generado un renovado interés por conocer los vestigios del trasatlántico, como si quienes se acercan quisieran revivir ese momento en el que 2,223 pasajeros subieron a la embarcación y de los cuales 1,517 murieron ahogados.
Y para visitar ese misterioso fuselaje hundido se creó la empresa Ocean Gate Expeditions que prometía viajes al mismo tiempo maravillosos como peligrosos.
Y para ello cobraba a cada pasajero 250 mil dólares por una visita de ocho horas. Los hacían firmar un cúmulo de documentos en los que deslindaban a la empresa de cualquier tragedia que pudiera ocurrir.
Y ocurrió: A saber: El viernes 16 de junio, el sumergible Titán salió San Juan de Terranova, en Canadá, con destino hacia el lugar del hundimiento del Titánic. Fue remolcado por el barco “Polar Prince” y todo parecía estar en orden. La empresa ya había hecho este viaje en distintas ocasiones antes.
Pero ese domingo 18 de junio la empresa anunció que había perdido contacto con la pequeña nave. Que desconocía su paradero y pidió ayuda internacional para un posible rescate de urgencia.
Luego de varios días, horas, minutos, en los que el mundo estuvo atento y consternado por la posible catástrofe, en todos persistía la esperanza de que los cinco tripulantes del Titán salieran con vida. Las primeras planas de los principales diarios del mundo daban el minuto a minuto de lo que podría ser una tragedia. Los medios electrónicos y digitales también. Y la biografía de los expedicionarios.
El jueves 23 de junio, la Guardia Costera de Estados Unidos anunció lo peor: dio por muertos a los cinco integrantes de la tripulación. Y según informaron, “todo parece indicar que el submarino sufrió una grieta, lo que provocó una ‘implosión catastrófica’”.
El mundo estaba consternado: Por los tripulantes y por el desastre. Era impensable lo que pudo ocurrir ahí y cómo fue que ocurrió. Y comenzaron las preguntas del quién es responsable, por qué viajaron si no había la seguridad del regreso; por qué no se atendieron advertencias previas de peligro por fallas en el fuselaje… Y tanto.
“Se hará una investigación exhaustiva” se dijo. Mientras tanto el mundo entero lloraba este dramático episodio humano… Y sí: es doloroso y lamentable por todas razones, sobre todo porque son seres humanos que perdieron la vida en lo profundo del mar.
En contraste poco o casi nada se dijo de la tragedia que había ocurrido apenas el 15 de junio en las costas de Grecia, en el mar Jónico: un barco pesquero que transportaba a migrantes sirios, egipcios pero sobre todo pakistaníes se hundió. Transportaba a más de 500 personas. Murieron ahogadas 300 en el Mediterráneo.
Era un barco que pretendía atracar en costas italianas a donde los migrantes querían llegar. La mayoría eran niños, muchos de los cuales viajaban solos. La vieja idea de los padres de que se salve de la tragedia local a los niños para que hagan una mejor vida en Europa, en este caso.
El contraste está ahí: el submarino con gente de altísimos recursos y que viajaban por placer en tanto que quienes viajaban en el barco pesquero son gente pobre, que huyen de la pobreza, que huyen de la violencia y de la falta de alicientes para seguir viviendo en tierra propia. Y no es un asunto de reproche, sí un asunto de las distintas formas de ver un mismo tema.
Trescientos muertos-ahogados, en un solo día, y los medios internacionales poco dijeron, notas breves y páginas interiores o bien en ubicación no destacada en los medios electrónicos o digitales. La gente pobre no llama la atención, se podría decir.
La misma gente pobre que en nuestro caso, sale huyendo de México hacia Estados Unidos para buscar solución a su tragedia local de falta de alicientes también, falta de apoyos, falta de trabajo y de ingresos; o por la violencia extrema, local, ya incontenible aquí. Son miles de estos migrantes mexicanos los que envían enormes cantidades de remesas presumibles por el gobierno federal.
Pero al igual que los migrantes pakistaníes, poco se habla ya de la tragedia de muchos de nuestros migrantes que mueren ahogados en las aguas del Río Bravo mientras quieren cruzar a tierra estadounidense. Poco o nada.
Porque como en el caso de los migrantes africanos hacia Europa, son parte del paisaje cotidiano; son parte de la tragedia tantas veces repetida en los años recientes. Son parte de las leyes que les impiden el acceso a tierra firme o tierra de soluciones. Nada. El peligro y la posible muerte.
Malo que implosionara el Titán. Tragedia dolorosa sin duda. Pero también malo es la cotidiana pérdida de vidas de migrantes que mueren ahogados y perdidos en las profundidades del mar.
Pocos, muy pocos les hacen homenajes o les recuerdan. Y son miles de ellos en unos cuantos meses. Así que ahí están los contrastes también dolorosos: unos en la mira de todos; otros sin pena ni gloria… Y, sin embargo, todos igualmente humanos que hoy descansan en paz.