Javier Peñalosa Castro
Transcurrida la primera semana de campañas presidenciales formales, la mayoría de las encuestas mantienen al frente a Andrés Manuel López Obrador por un margen de entre 12 y 20 puntos sobre Ricardo Anaya, quien sigue sin poder reponerse del golpe que le propinaron la PGR y el peñismo, y lejos aún de José Antonio Meade, quien por más que se empeñen sus asesores, no levanta arriba del 20 por ciento de los sondeos más optimistas para su causa.
Anaya, quien sigue sin explicar con claridad los poco claros manejos financieros con los que ha hecho su fortuna, que le permitieron llevar a su familia a vivir a Atlanta y visitarla los fines de semana durante meses, ha declarado que tiene bienes con valor de 4 millones de pesos, cuando solamente la operación por la que lo tiene en la mira la PGR debió dejarle muchos millones más (sólo así se explica su nivel de vida). Es claro que debe tener la cara muy dura para intentar erigirse en paladín de la lucha contra la corrupción, con signos tan ominosos como los que pesan sobre sus actividades político financieras.
Mientras, trata de “dormir” a quienes están dispuestos a escucharlo con sesiones de standup al estilo de Steve Jobs y con ideas fusiladas de propuestas ajenas, en especial de López Obrador.
Tampoco ha variado gran cosa la posición del [no] priista José Antonio Meade, quien finalmente hizo pública su declaración de bienes —si bien ésta no coincide con los valores de sus posesiones— y siguió insistiendo en debatir sobre el tema con el resto de los aspirantes a la silla presidencial, quienes simplemente hacen oídos sordos. Meade se cansa de decir que es honrado, y no admite más manchas que las del vitíligo, pese a las evidencias de haber pecado, al menos de omisión, en casos tan sonados como el de la “estafa maestra”, del que resulta imposible que no se haya enterado. Mientras insiste en lograr que AMLO y Anaya debatan con él, Meade sigue sin dar gusto a los priistas tradicionales y sin poder integrar un equipo de campaña decente.
Muestra de ello es que ha echado mano para los debates televisivos de ocasión incluso de un cartucho quemado como Javier Lozano, para hacer frente a la elocuencia de la revelación de todas las campañas, Tatiana Clouthier, coordinadora de la de López Obrador, dada la incapacidad manifiesta para el debate o la mera exposición de ideas manifestada por Aurelio El Niño Nuño, quien a su gran pedantería y falta de carisma añade un desconocimiento manifiesto de la política de ligas mayores, que va mucho más allá de la intriga palaciega con la que medró a la vera de Enrique Peña Nieto y que le hizo creer que estaba listo, incluso… ¡para la Presidencia de la República!
Margarita Zavala, sobre cuyo marido pesa la desastrosa historia de los festejos del Bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución Mexicana, con la Estafa de Luz —ese adefesio de tan reducida estatura como su promotor que causa lástimas en la zona de rascacielos en que se decidió edificarla— como cereza del pastel de las corruptelas, manifiesta en su declaración 3de3 que sus bienes suman seis millones de pesos —¡ajá!— y se dice dueña de un auto de 45 mil pesos.
Habría que ver si en tal declaración se incluye el extenso ajuar de costosos rebozos (¿de seda de Tepic?) que la caracterizaron como primera dama durante el reinado del mínimo Felipe Calderón, o los terrenos con los que ampliaron la casa familiar en Las Águilas al amparo del poder, sólo por citar algunos detalles de sus posesiones.
Durante estos días, Zavala se ha dedicado a medrar con el sentimiento feminista, a condenar los feminicidios y a ofrecer que (en el remoto caso de llegar a la Presidencia) continuaría con la “guerra al narco” emprendida por su marido para justificar su llegada al poder —por la puerta trasera y “haiga sido como haiga sido”—, con un saldo de más de 100 mil muertos.
De Andrés Manuel López Obrador se sabe que no posee bienes a su nombre, pues hace años los heredó a sus hijos: Pese a ello, y a que evidentemente tiene una vida apartada del lujo y el relumbrón, sigue siendo blanco de ataques como los que le dirige Meade, quien le pide explicar de qué vive, cuando también AMLO ha aclarado que recibía un sueldo —modesto— como dirigente de Morena, y vive en un departamento de clase media al sur de la ciudad de México.
Tal como se los ha recomendado a sus adversarios, el tabasqueño ha seguido recorriendo el país, se mantiene en contacto estrecho con los ciudadanos y ofrece cambiar todo aquello que no ha funcionado durante los últimos 30 años y que ha propiciado la concentración de la riqueza en proporciones similares a las que prevalecían en 1910, y que terminaron por detonar la Revolución.
Como hemos podido ver, tres de los cuatro candidatos han dejado claro que lo suyo es la simulación; que proclaman a los cuatro vientos su honestidad y fingen escasez de bienes —incluso con el respaldo de un contador, en el caso de Meade—, o los endosan a otros —como Anaya, quien dice que la casa en la que vive es de sus suegros—cuando, en el mejor de los casos, subvalúan sus activos, si no es que los esconden. Lo que parecen perder de vista es que el amor y el dinero no se pueden ocultar.