CUENTO
Todas las mañanas, a la misma hora de siempre, Journey salía de su casa para asistir a la escuela. Con su mochila repleta de libros, cuadernos, y alguno que otro anhelo, avanzaba hacia su destino, con paso rápido y decidido.
Su escuela se ubicaba a diez cuadras. Caminar toda esta distancia, a veces le resultaba difícil. Pero no porque fuese flojo, o porque no le gustase andar en pie, sino porque caminar sin nadie a su lado le resultaba verdaderamente doloroso.
Journey no tenía amigos. Que él recuerde, ¡jamás los había tenido! En toda su corta vida él siempre había sido poco popular. Desde los seis años, los niños de su salón, cuando su maestro de educación física se los ponía como compañero de juego, enseguida lo rehusaban. “Con él no, por favor”, objetaban sin pensar, niños y niñas. Al ver y escuchar que todos lo rechazaban, Journey agachaba su cabeza.
Ahora, teniendo ya diez años, además de un amigo, él solamente deseaba una cosa más: tener unos zapatos como los que usaban los niños ricos de su escuela. “Zapatos de palomita”, le llamaban los que sabían de buen calzado.
“Yo sería la envidia de toda la clase”, reflexionaba el niño cada vez que regresaba a su casa. En su salón, nadie poseía un par de aquellas zapatillas ligeras. “Con un par así, correría muchas cuadras, sin jamás cansarme”, decía, lleno de pura fantasía. “¡Pero son muy caras!”, añadía, volviendo enseguida a su triste realidad.
Journey era un niño muy pobre que no tenía juguetes. Su único bien preciado era un reproductor de casetes portátil, que su padre le había regalado antes de irse a la guerra. Él, que amaba mucho la música, al no tener una radio en casa, cuando quería tener alguna canción, se ponía ahorrar el poco dinero que su madre le daba como gastada.
Semanas después, teniendo una buena cantidad ahorrada, acudía a la cantina de su pueblo. A veces, cuando corría suerte, en vez de encontrarse con el hermano malo, se encontraba con el bueno. Éste, apenas verlo entrar, enseguida lo saludaba con mucha alegría: “Journey, muchacho. ¿Qué te trae hoy por aquí?”. Metiendo la mano en la bolsa de pantalón corto, Journey se acercaba hasta él. Entonces le decía: “Señor. ¿Cree que con esta cantidad me alcance para un casete entero?” “Muchacho”, decía con ternura el señor, “yo no soy como mi hermano”. “Guárdate tu dinero, ¡que a mí no tienes por qué pagarme! Con mucho gusto te grabo todas las canciones que tú quieras…” “¿Trajiste tu casete?”, preguntaba el dueño de la cantina. El niño entonces asentía con la cabeza.
Horas más tarde, con su casete repleto con las canciones de moda, Journey corría de regreso a su casa. El dueño de la cantina, conociendo su situación tan precaria, siendo un alma muy bondadosa, además de grabarle gratis su casete, también le regalaba un par de baterías doble “A”. “Aquí tienes. Que lo disfrutes mucho”, decía. Dándole las gracias muchas veces, Journey pasaba a retirarse.
Aquel “Walkman Sony” representaba para él su única riqueza material. Sin música, pensaba, su vida habría sido más difícil de lo que ya era. Porque no gustarle a nadie sí que era doloroso de soportar. Él, de ninguna manera tenía la culpa de no tener una oreja. Los niños, hasta donde podía recordar, ¡siempre se habían burlado de esto! “El raro, el fenómeno”, y muchas cosas más solían decirle a Journey sus compañeros de salón, y otros más que no lo eran.
Con el pasar del tiempo, gracias a todo las cosas que le decían, terminó por encerrarse en sí mismo. En su interior, solamente él sabía lo mucho que seguía deseando tener un amigo, ¡tan sólo uno! Porque con uno solo le bastaba, y él lo sabía, para afrontar el mundo sin miedo alguno.
Pero no lo tenía, y tal vez jamás lo tendría. ¿Cómo le haría entonces para soportar los años venideros? En las noches, cuando se acostaba, permanecía despierto. Mirando desde su cama el cielo, cuando una estrella fugaz atravesaba el cielo infinito, Journey enseguida cerraba sus ojos para así pedir un deseo.
Esa noche, cuando se durmió, tuvo una pesadilla horrible: varios niños que él jamás había visto lo perseguían. Corriendo a toda prisa, Journey intentaba escapar. Aquellos gritaban. Eran tres en total. “Fenómeno”, decían. “¡No huyas, que tenemos algo que mostrarte!” En su pesadilla, al voltear a ver atrás, Journey alcanzaba a ver que uno de esos niños sostenía en una de sus manos una oreja. En el peor instante, en que uno de los niños lo alcanzaba, se despertaba de un sobresalto, comprobando así que todo eso solamente era un mal sueño.
Al siguiente día, sentado en la cocina, Journey desayunaba, sin su música. Algo raro en él, ya que siempre acostumbraba hacerlo con los audífonos puestos sobre su cabeza. Ese día, por cierto, debido a su pesadilla, decidió que por esta vez no los llevaría puestos durante el trayecto hacia su escuela. Sin sus audífonos sobre sus dos orejas, la parte que a él le faltaba sería mucho más visible todavía. Pero no tenía otra opción. “Que los niños se burlen ¡todo lo que quieran!”, pensó Journey con valentía, “porque eso a mí ya no ha de dolerle más”…
Como todos los días de su vida – y hoy no era la excepción- caminaba el niño en total soledad. Sin su música sonando en sus oídos, podía escuchar el canto de los pájaros, así como también el ruido de las motos y vehículos que circulaban al otro extremo de la calle principal.
Journey ya llevaba caminado tres cuadras, cuando entonces, vio a tres niños, un poco más grandes que él, asomarme en su camino. Al ver que éstos le bloqueaban el paso, les espetó: “¿Qué es lo que quieren?” Los niños se miraron entre sí para después reírse maliciosamente. “¿Qué es lo que queremos?”, preguntó uno. “¿Acaso no lo sabes?”, replicó otro. “Tu walkman. ¡Queremos tu maldito walkman!”, respondió el tercero.
Journey forcejó con los tres, como le fue posible. Varios minutos estuvo haciéndolo, hasta que se le presentó la oportunidad para huir. Corriendo a toda prisa, rogaba ahora porque esos tres no lo alcanzasen. La tira de un lado de su mochila se había roto. Sosteniéndola con sus dos brazos, como si fuese un bebé, Journey la apretaba contra su pecho.
Adentro iba el walkman, aquel artefacto que su padre le había regalado. Él, de Ninguna manera habría permitido que esos niños malos se lo hubiesen quitado. De haber sucedido eso, Journey jamás se lo habría perdonado. El walkman, además de ser su única posesión material, también era el único recuerdo que le quedaba de su padre. Esto era precisamente lo que lo volvía invaluable.
“Pareces estar muy agitado”, escuchó decir a alguien, cuando al fin se detuvo. ¿O acaso aquello solamente había sido una ilusión? Levantándose muy rápido de la roca donde segundos antes se había sentado, Journey se puso a buscar a la persona que había dicho aquello. Dando vueltas a su cuerpo, miraba con atención a todo su alrededor. Al no encontrar a nadie, le adjudicó el hecho a su cansancio.
Volviendo entonces hacia la roca, se sentó otra vez. Journey tenía muy seca la garganta. En esos instantes, deseó tener una jarra llena de limonada, su bebida favorita. ¡Qué sed más grande tenía! Lo peor de todo era que se encontraba en una calle, donde las casas estaban todas abandonadas, y donde no había ni una sola toma de agua potable.
Aun sabiéndolo, Journey no había dejado de revisar el frente de las casas, en busca de una llave que funcionase. Pero nada, ninguna servía. Todas estaban sucias, oxidadas y quebradas. “¡Qué sed más grande tengo!”, dijo, mientras se abanicaba el rostro con uno de sus cuadernos. Otra vez se había sentado.
“Pareces estar muy cansado”, dijo esta vez la voz misteriosa. Poniéndose de pie muy rápido, Journey gritó: “¡Ya deja de jugar, y dime quién eres!” “¿Por qué te escondes, por qué no das la cara?” Apenas terminar de pronunciar lo anterior, la casa abandonada que se encontraba frente a él, empezó a crujir en sus cimientos. Journey observó como sus puertas viejas se volvieron nuevas, Todo el moho en sus paredes fue desapareciendo, dejando a la vista una pintura hermosa de color verde tenue.
Mirando todo aquel espectáculo maravilloso con asombro, el niño permaneció en su lugar con la boca totalmente abierta.
“No lo puedo creer”, parecía decir. Después, cuando la casa estuvo totalmente renovada, su puerta, igual de bella que todo el resto, se fue abriendo, lentamente. Mirando atentamente desde su lugar, Journey no sabía qué era lo que a continuación sucedería.
Sus ojos, abiertos como dos platos, después de unos instantes, finalmente empezaron a ver asomarse algo. ¿Qué sería aquello? Journey no podía saberlo. Dos pequeños pedales eran lo único que hasta ahora se había asomado por ese espacio.
“¿Por qué la haces de emoción?”, gritó el niño que tanta sed tenía. Y, como si aquel ser lo escuchase, enseguida terminó por asomarse. “¡Un niño!”, musitó Journey. “¡Un niño en silla de ruedas!”
“Así es”, contestó aquel, que desde esa distancia lo había escuchado. “Pero no te quedes ahí parado”, dijo después.
“¿Qué?”, preguntó. “¿Acaso no quieres ver lo que tengo para ti?” Corriendo otra vez a toda prisa, Journey fue a su encuentro. Al llegar junto a él, lo primero que hizo fue mirarle los ojos, los cuales eran grandes y de color café oscuro.
El niño, después de saludarlo, le entregó un vaso lleno con limonada.
“Soy Journey”, se presentó el niño solitario. “Y tú, ¿quién eres?”, preguntó, luego de secarse sus labios. El otro niño, bajando su brazo hacia el compartimento ubicado debajo de su silla, le respondió: “Primero mira lo tengo para ti. Después, cuando lo hayas hecho, entonces sí, te diré mi nombre, y quién soy. Pero antes no”.
Sacando una caja debajo de su silla, se la extendió a Journey. “Toma. Esto es para ti”, le dijo. “¿Para mí?”, preguntó Journey. “Sí, ¡para ti!”, rectificó el niño. Con su brazo temblándole un poco, el niño solitario tomó la caja y entonces miró su tapa. Sobre ella no decía nada. La caja parecía ser una caja común y corriente. Al ver la decepción en su rostro, el niño de la silla le dijo: “¡Ábrelo!” Journey entonces lo hizo.
“¡No lo puedo creer!”, gritó, al ver lo que la caja contenía. “PERO SI SON LOS TENIS QUE QUERÍA”. “Y son tuyos”, aclaró el niño de la silla. “Ah; y no solamente son los zapatos que siempre has querido, sino que además son mágicos”.
“¿Mágicos?”, preguntó Joureny. “Có… ¿Cómo es eso?” “Ya lo sabrás en su momento”, le respondió el niño. “Mientras tanto,
confórmate con saber que soy el espíritu de un niño que, no soportando las burlas de otros niños, decidió quitarse la vida”. “Journey”, siguió el diciendo el de la silla, “tú, que sí has sabido ser fuerte, tú, que sí has sabido soportar el rechazo de todos, quiero que sepas que, de ahora en adelante YO SIEMPRE SERÉ TU AMIGO… Ah, eso si tú me aceptas como tal”.
A Journey le brillaban los ojos de alegría. Estaba más que feliz. No podía creer que tanta cosa buena le estuviese sucediendo en esos instantes.
El niño de la silla, al ver que no le respondían, repitió la pregunta: “¿Te gustaría ser mi amigo?” Journey, acercándose e inclinándose hacia él, con el rostro radiante de felicidad, en vez de responderle que sí, solamente le dio un abrazo fuerte y prolongado. Y desde este día, ya nunca más volvió a estar y sentirse SOLO, porque finalmente había encontrado un amigo, un amigo espíritu.
FIN.
Anthony Smart
Agosto/21/2019