Por: Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Nadie podría imaginar aquella escena sin desprender una que otra lágrima de impotencia. Las paredes, pintadas de lamentos, reflejaban el hambre que llevó a aquellos pobladores a devorarse. Hasta la sed de futuro había terminado dentro de las fauces del salvajismo y la discordia. El piso contenía los huesos entremezclados de los fatídicos hechos; blanquísimos, contrastaban en el espacio con todo lo demás, brillando sobre la ausencia de luto por las víctimas.
La pregunta que surgió por lo sucedido, versaba sobre el autor o autores de aquel horroroso cuadro, así como de los motivos, si es que los hubiera, para que cometieran tal atrocidad.
Las respuestas comenzaron a construirse desde el imaginario que anunciaba la existencia de bestias que, impulsadas por la necesidad, habían acabado con aquellas vidas, pero la brutalidad señalaba que había algo más oscuro tras de ello; o quizás fueron monstruos, criaturas demoniacas que lo hicieron por el simple goce del dolor ajeno.
La realidad era peor de lo que se podía imaginar, eran sus congéneres los que les habían dado muerte, aquellos seres de la misma especie que habían sido victimarios; víctimas del hambre de trascender, cometieron uno de los más terribles pecados, el canibalismo.
DE ANTROPOFAGIA Y CANIBALISMO
Es extraño reconocerlo, pero vivimos en un mundo donde la antropofagia y el canibalismo están a la orden del día, normalizados por la costumbre, así como aquellos paradigmas que avalan la competencia como único medio de innovación, como la única ruta para trascender. Así, los humanos sabotean a otros humanos, les reprimen en cuanto tienen una idea lo suficientemente valiosa como para ganar la competencia; concentran su capacidad de innovar en buscar los medios más peligrosos y sanguinarios para lograr que nadie suba, planteando las tácticas más despiadadas para ganar, aunque sea mediocremente, aquella lucha por sobrevivir.
Cualquier idea de formar equipo y avanzar en conjunto, es destruida por el simple hecho de existir, ahogada por los murmullos que exigen levantar las armas, encender las antorchas y revisar que las cadenas del odio y el ego estén bien puestas.
La humanidad justifica el canibalismo y la antropofagia, abrazando el salvajismo de la presunta naturaleza del “yo”, negando a todas luces aquella otra naturaleza que nos impulsa a generar consenso y buscar el bien común.
Decía el maestro chileno, Carlos Vignolo Friz, que la innovación no era una cualidad de potentados y eruditos, sino una habilidad natural de la humanidad que había sido reprimida pero que necesitaba despertar a través de lo que podríamos llamar “trabajo en equipo”, pero también podríamos llamar “amor”.
Aquella hambre heredada por generaciones, está destruyendo nuestros modelos de convivencia, desarmonizando nuestra capacidad de escuchar, impulsándonos a la violencia que nos condena al autosabotaje. El gran paso que estamos dando como especie, es hacia atrás, para ver con más claridad nuestros errores, y concentrarnos en desarrollar nuevas y más sanas formas de crecer juntos.
Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político