CUENTO
-¿Para qué seguir viviendo entonces, papá? -preguntó el niño después de meditar mucho sus pensamientos-. ¿Para qué, si hemos nacido con la piel muy oscura?
-Oh, ¡hijo mío!” -se apresuró a responderle su padre-. Perdóname por haberte traído al mundo, ¡perdóname por haberme tomado la libertad y el atrevimiento de prolongar nuestra estirpe! Nunca debí de hacerlo, nunca debí de concebirte…
En un mundo muy dispar había nacido el niño. Sus padres pertenecían a un grupo de esclavos mayas que formaban parte de la servidumbre en la casa de un rico hacendado henequenero de la ciudad de Mérida. A su muy corta edad el niño tuvo conciencia de lo que era, y de todo lo que lo rodeaba.
Todas las mañanas se despertaba muy temprano y corría a esconderse. Le gustaba mirar al hijo de su amo subir a aquel coche lujoso que todos los días lo llevaba a la escuela. El niño esclavo suspiraba cuando contemplaba las ropas finas del aquel niño.
Luego, cuando el coche se perdía en la distancia, corría a buscar a su padre. Éste siempre estaba en alguna parte de aquella inmensa hacienda. Esa vez por cierto el niño lo había encontrado limpiando los establos de los caballos. “Papa, papá”, lo llamó al entrar corriendo.
El niño siempre llenaba de preguntas a su padre. Él siempre le respondía todas. Pero ese día sucedió que el señor no imaginó que su hijo le haría la pregunta más dolorosa de todas. Luego de escucharlo se había quedado callado para solamente mirar al niño con mucha compasión y ternura; porque no sabía cómo o qué responderle. El niño, tras los segundos de mutismo, nuevamente le había insistido: “¿Por qué, papá? Dime, por favor, ¡quiero saber! ¿Por qué ellos tienen la piel clara y nosotros la tenemos oscura…?”
Al señor le había dolido hasta lo más hondo de su corazón la pregunta que su hijito le había hecho. Un niño como él, haciendo ese tipo de preguntas; no se lo explicaba. No se atrevía a responderle, porque ¡cómo iba a poder decirle la verdad! “Hijo… La vida así lo ha querido…” Fue entonces cuando el niño terminó de escuchar atentamente aquella revelación que había sentenciado, con toda la inocencia de su edad: “¡Para qué vivir entonces, papá!, ¿si nunca hemos de ser libres?
El señor pertenecía a la cuarta generación de esclavos mayas. Todos sus antepasados habían servido por más de siglo y medio a la misma familia. Y durante todo este tiempo nunca antes había habido nadie que se cuestionase lo que ahora su hijito. A partir de ese instante el señor empezó a pasar mucho tiempo buscando el posible origen de esa sed por querer saber del niño.
A lo largo de toda la historia, en cualquier parte del mundo, a los esclavos de cualquier “raza” siempre se les explotaba hasta límites no humanos, esto con el único propósito de dejarlos muy cansados, tanto física como espiritualmente. Al sucederlos esto perdían su capacidad para quejarse, cuestionarse y, lo más importante, razonar; pasaban a convertirse en máquinas de carne y hueso.
El señor reconocía que él mismo en algún momento de su juventud había sido un poco como su hijo, pero que después, conforme fue creciendo, empezó a darse cuenta de que no tenía más opción que ir matando dentro de sí mismo esa misma sed que ahora su hijito padecía…
Un sábado, como todos los demás sábados, sucedió que los dueños de la hacienda le organizaron una fiesta a su hijo para que conviviese con sus compañeros de escuela. Eran las diez de la mañana cuando los niños blanquitos empezaron a llegar. Eran unos quince en total. Algunos de ellos, apenas llegar al jardín, enseguida se quitaron la ropa para meterse a nadar en la enorme piscina revestida con azulejos importados desde Europa. Otros más solamente empezaron a correr alrededor, gritando mientras daban vueltas.
De entre todo ese grupo de niños solamente uno parecía no encajar: el niño maya. Pero él no estaba ahí para correr y reír, sino que para fungir el papel “que le correspondía”. Servía jugo, pastelitos y dulces en una bandeja de plata. Todos se divertían mucho, excepto él. Parado en pleno sol miraba con dolor y tristeza los juegos que para él estaban prohibidos.
Pasada media hora, todos los niños se encontraban ya dentro de la piscina. Algunos nadaban, otros brincaban, otros más simplemente jugaban a tirarse agua con las manos. El niño de la piel oscura no hacía más que contemplar toda la escena. En su interior sentía muchas ganas de estar con ellos, pero…, era un esclavo; eso jamás sucedería.
Y entonces sucedió lo inevitable. Al dar las doce del día el sol le empezó a quemar su ya de por sí oscura piel. El niño hacía cuanto podía por aguantar todo aquello, pero su cansancio crecía conforme más minutos pasaban. Una y otra vez ponía todo el peso de su pequeño cuerpo en una sola pierna, esto con el único objetivo de poder aguantar hasta que terminase la fiesta. Pero los niños blanquitos ni señales daban que eso fuese a suceder.
La peor parte vino después, cuando ya había transcurrido una hora más, una hora que al niño le había parecido una eternidad. Porque entonces ya tenía mucha hambre y sed; pero también se le tenía prohibido tomar agua o cualquier otro alimento mientras estuviese de sirviente. “¡Nada de comer frente de los niños!”, le habían advertido sus amos. “Si te sorprendemos haciéndolo, ya sabes cuales son las consecuencias”. Las consecuencias consistían en que –de ser descubierto- dejarían a sus papás una semana sin comida; más bien sin las sobras que siempre les daban en calidad de “comida”. Cuando esto sucedía la pasaban muy duro, ya que a nadie más de los otros muchos esclavos le sobraba nada. Ya eran la una. Sentía que se desmayaría en cualquier momento, y que no despertaría…, pero eso no sucedió.
Al dar las dos, el niño esclavo empezó a sentir una tentación enorme. Toda su atención estaba ahora sobre la bandeja que sostenía. Aquellos pastelitos –que tan exquisitos se miraban- le hacían agua la boca. ¡Tantas eran sus ganas de tomar uno y comérselo!, pero enseguida recordaba que si era descubierto sus papás lo pagarían muy caro: los dejarían una semana sin las sobras.
“Pero ¿por qué?”, se preguntaba el niño, cuando se daba cuenta de que sus amos siempre les daban comida de verdad a sus mascotas. “¿Por qué les gusta tratarnos peor que a perros, si nosotros también somos humanos…?”. Lo que son las cosas. Después de unos minutos el estómago del niño empezó a rugir, y los ruidos que emitía se parecían precisamente a los que hace un perro cuando está molesto, o cuando quiere morder. El ruido era tan fuerte que temía que los niños blanquitos se diesen cuenta, pero estos –para suerte suya- seguían estando hundidos en sus juegos.
Diez minutos más fue lo que le tomó al niño esclavo descubrir lo que podía tratar de hacer. Ya no soportaba su hambre, así que tenía que hacerlo: tenía que desobedecer la orden que sus amos le habían dado.
Lenta y sigilosamente entonces empezó a pasar su mirada por todo su alrededor en busca de algún sirviente adulto, o de sus mismos “dueños”; nada. No había nadie cerca. Parecía ser su día de suerte. Ahora, solamente una cosa más le faltaba: vigilar que ninguno de esos niños lo viese. Entonces miró hacia la piscina, y para alivio suyo comprobó que ninguno de ellos parecía darse cuenta de su existencia.
En aquel momento, sin dejar pasar más tiempo movió muy rápido su brazo y tomó uno de esos panecillos para enseguida achocárselo todo en la boca. Por suerte que el panecito no era muy grande, así que le cupo muy bien. Si alguien ahora lo veía no habría peligro, porque no lo notaría. Se empezó a sentir triunfante de su logro, pero este sentimiento no le duró mucho, porque entonces comprobó que le costaba tragar. El pan estaba muy seco, además de muy duro; los rayos del sol lo habían arruinado. La garganta le dolía mucho cada vez que intentaba tragar. Lo áspero del pan le raspaba. Así que dejó de masticar y retuvo el resto en su boca. No podía darse el lujo de escupirlo, porque necesitaba llenar su estómago, aunque solo fuese un poquito, ¡pero cómo! Tragar aquello le resultaba muy difícil.
Tampoco se le ocurría lo obvio. Solamente después de pensar y buscar mucho lo descubriría: que en sus manos siempre había estado lo que tanto necesitaba. ¿Cuántas eran las veces que había ido a la cocina para rellenar la jarra de jugo? Ya no lo recordaba. Pero lo que sí sabía era que habían sido muchas.
Su rostro enseguida se le iluminó, cuando vio que ya tenía con qué mojar su boca para así tragar el resto que le quedaba. Lo mejor de todo es que al hacerlo también iba a poder saciar un poco su sed. Se sentía muy orgulloso de su descubrimiento.
Por lo tanto, sin tiempo que perder, el niño esclavo empezó a repetir todo lo anterior. Primero miró hacia la casa, luego detrás de sí mismo, y por último hacia la piscina. Nada, no había nadie; todos esos niños blanquitos seguían sin prestarle atención. Entonces, tratando de no hacerle caso a los latidos fuertes de su corazón, rápidamente asentó la bandeja sobre el fino césped y ¡levantó la jarra para beber directamente de ella! Empezó a sorber tan rápido que hasta casi se atraganta. Sentía mucho miedo de que aquel líquido amarillo se le escapase por las orillas de su boca. Si esto sucedía se le mancharía la camisa, y ahora sí, adiós papá, adiós mamá. Adiós a los restos de comida.
Pero por vez primera en todo aquel día la suerte pareció sonreírle. Porque entonces había bebido una gran cantidad de ese jugo de china sin que se le derramase una sola gota. ¡Qué alivio más grande es el que sintió el niño esclavo cuando tuvo ya hidratado su cuerpo con aquella bebida tan dulce y exquisita!
Teniendo ya mojada la boca, masticó y masticó los restos de pan que le quedaba. Ahora sí, tragar le resultó muy fácil. Después, cuando su boca estuvo completamente vacía, volvió a dar otro sorbo largo. Bebió y bebió hasta casi dejar vacía la jarra. Cuando finalmente estuvo extasiado de jugo, se limpió la boca en la manga de su camisa. ¡Menos mal que llevaba una puesta! Sus amos habían pensado que era de muy mal gusto que estuviese andando por el jardín con el pecho desnudo.
-¡Hey! ¡Tú! –El niño esclavo casi suelta la bandeja, la cual otra vez ya había levantado. Su temor era tan innato que enseguida creyó que era a él a quien señalaban. Con el corazón palpitándole muy rápido, empezó a levantar su cabecita para buscar a quien pertenecía la voz. Pero para gran alivio suyo y de su corazón, comprobó que la voz era de un niño que le reclamaba a otro el trampolín-. ¡Bájate de ahí, que me toca a mí!
Recuperarse de este tremendo susto le llevó varios minutos al niño esclavo. Cuando los latidos de su corazón finalmente se normalizaron, sonrió de puro alivio. Ya no pedía más nada, porque ya había calmado su sed. Podría hasta decirse que se sentía como nuevo, con energías para aguantar todo el resto que quedaba de la tarde. Porque los niños de la piscina ni siquiera daban señales de estar hartos del agua.
Pero él sí ya estaba muy aburrido, harto y aburrido de su papel de sirviente. Ya no sabía qué hacer para distraer un poco su mente. Lo único que le quedaba por hacer era ir a la cocina para rellenar la jarra una vez más, antes de que algún niño sospechase. Entonces fue. Después, cuando regresó, se colocó en el mismo lugar de siempre y ahí se quedó, quieto, como una estatua, muy quieto, mirando con pesar como todos aquellos niños se divertían.
Su hazaña de minutos antes ya no le hacía sentir nada. Había logrado burlar la orden de sus amos, algo que nunca imaginó que podría lograr, pero no por esto iba a dejar de ser un esclavo. Él, a diferencia de los suyos, no lograba resignarse ante su destino. Le dolía mucho tener conciencia de lo que era y de las cosas que nadie más jamás cuestionaría, como él sí lo hacía con su padre. Por más que se esforzase, sabía que no iba a poder aceptar así sin más su lugar en el mundo, el papel que desde ahora ya ejecutaba. “¿Por qué, papá? Dime, por favor, ¿por qué no podemos salir de este lugar…?” “Hijo, la vida así lo ha querido…”.
La fiesta de los niños ricos aun no terminaba. Todos seguían en el agua. Y solamente cuando sentían sed o hambre salían para buscar al niño de la piel oscura. Éste ahora llevaba sobre su bandeja sándwiches de pavo y de jamón y queso. Estas eran cosas que él nunca había probado en toda su corta vida de esclavo. Por suerte que tampoco se le antojaba, porque seguía sintiéndose extasiado por el jugo.
¿Qué horas serían en este momento? ¿Las tres, las cuatro? Ya no lo sabía. Porque entonces se había empezado a sentir muy cansado. Ahora, más que tomar o comer, lo que en verdad sentía eran ganas de sentarse un rato, tan solo un poquito. Sus piernas dolían, pero más todavía sus pies. Sentíase más que harto de estar así, parado, sin poder descansar tantito. ¿Por qué? ¡Por qué le había tocado esa vida! Esto era precisamente lo que lo torturaba muchísimo: no poder saber la respuesta…
Un poquito más fue lo que el niño esclavo pudo soportar de pie. Porque entonces había decidido irse a sentar bajo la sombra de un enorme árbol que estaba no muy lejos de la piscina. Tan cansado estaba que hasta ya no sentía temor de ser descubierto. Después de todo, pensaba y creía que sus amos estarían entretenidos ahora –como todas las tardes- con alguna visita en su majestuosa sala. Entonces descansaría un poquito y luego regresaría a su lugar, sin que ellos se enterasen nunca de lo que había hecho. Así que, sin dejar pasar un segundo más, fue y asentó su bandeja sobre una mesita. Luego se dio la vuelta y caminó hacia el árbol.
Al llegar bajo su sombra enseguida empezó a doblar las piernas para sentarse, pero entonces se paralizó al escuchar a una voz gritar:
-¡Oye, tú, indio perezoso! ¿Qué es lo que se supone que vas a hacer? Tu lugar no está aquí, sino allí -apuntó la persona hacia la piscina, con su rostro furioso. Era el dueño de la hacienda.
-¡Perdón, señor amo!, pero es que…
-¡Pero, pero! ¡Pero es que nada! –Estalló el señor, al tiempo que se desabrochaba el cinturón-. ¡¿Es que acaso no te lo advertí?!
-Perdón, amito, ¡juro que no lo vuelvo a hacer! ¡Juro que no vuelvo a desobedecerlo!, pero por favor, se lo suplico; ¡NO ME PEGUE! –pidió el niño, una y otra vez. Pero el señor no hizo ningún caso a sus suplicas. Cuando terminó de quitarse el cinturón, alzó el brazo para inmediatamente empezar a pegarle muy duro al niño. Éste, al sentir el primer impacto, enseguida empezó a gritar y a llorar. Pero los gritos de los niños blanquitos eran tan fuertes que nadie lo escuchó jamás…
Media hora más tarde el niño esclavo regresaba a su lugar, arrastrando el cuerpo herido y el alma destrozada. Y aunque se había frotado mucho sus ojos, todavía así se le seguía notando que había llorado muchísimo. Pero ¿a quién podía importarle? ¿Quién iba a notarlo? ¡Nadie! Porque había nacido en UN MUNDO INJUSTO.
FIN.
ANTHONY SMART
Febrero/22/2018
Marzo/04/2018